La feria se había acabado y aquel 15 de septiembre de 1956 los chavales del Postigo, no teniendo otra cosa que hacer, pues aún nos quedaban vacaciones largas, nos íbamos a observar cómo los feriantes desmontaban los "cacharritos": la ola, el látigo, las barquitas, el goitoma, el tren chiquitito, los coches locos... y lo cargaban todo en camiones que desaparecían en dirección a otros pueblos donde todavía quedaran ferias por celebrar. El alumbrado lo desmontaban entre Maudilio y Matruco provistos de unos artilugios que llamaban trepadores que les permitían subirse a las berlingas y, ayudados por Rafalito el del agua, iban desmontando las tiras de bombillas. También desmontaban las tiras de farolillos de papel.

Otros empleados contratados al efecto desmontaban la caseta del Casino Artesano y la de los señoritos. El 16 o el 17 de septiembre allí no quedaban más que los quince o veinte arbolitos y un terreno despejado bastante espacioso al que nosotros llamábamos el Portillo. Nada quedaba de aquel hervidero de gentes, cosas y ruidos. Quedaba despejado para nuestros juegos al salir de la escuela y durante los periodos de vacaciones. Según la parte del pueblo donde vivían, otros chavales escogían para sus juegos la Alameda, la explanada de la estación, la zona del puente blanco o alguna era próxima al pueblo.

Para los que vivíamos en la calle Queipo de Llano, el Postigo propiamente dicho empezaba en la Cruz y acaba en la calle el Bolo. Los chavales que vivíamos allí, aparte de un servidor, Juanito Zapatero, eran los Pelecha, José Luis y Manuel Gamero, los Pajaritos Francisco, Miguel, Antonio y Honorio Miranda, Luis Pelayo, Paco los Huevos, los Potros Fernando, Antonio y Jorge Martín Pérez, los Felipillos, Manolo la Garaña, Paco Chocolate, Blas Conejo, Diego Comelón, Manuel Cochovito, los Sagasta, los Tontura, Juan Castizo, Juan Furín, un chaval apodado el Reloj que vivía con su abuelo ya tocando a la calle el Bolo y alguno más.

Normalmente formábamos pandilla, una auténtica jauría de chiquillos, con los de la calle Humildad que para todos nosotros era el Postigo segundo. Allí vivían el Antoñete y su hermano Julio, y un primo que pasaba con ellos las vacaciones de verano de nombre Rafa y al que apodábamos el Sevilla, los Ajolines que eran el Salvador, el Agustín, el Juanito y un marchenero que también caía por allí los veranos. En la misma casa que  los Ajolines vivían Pablito Pachicha y otro hermano más pequeño y ya al final de la calle vivían Miguel y un hermano más pequeño al que apodaban Cuquete y que tenía fama de ser más mentiroso que la Gaceta.

Con los años, aquella jauría sufrió algo así como un explotío que mandó a muchos lejos de Fuentes. El año 2000, al salir de una reunión de trabajo en las instalaciones de editorial Planeta de Barberá del Vallés (Barcelona) alguien me dijo que siguiendo un pasillo encontraría a un paisano. Seguí pasillo adelante y, en efecto, no había andado mucho cuando alguien me dijo ¿qué pasa Juan? Eres de Fuentes, le pregunté. Sí, me apellido Romero y vivía en la calle Humildad. Me dijo ser muy amigo del Piané y que estaba deseando coger las vacaciones para venirse para Fuentes y tomarse unas cervezas con él. Yo no lo recordaba pero él dijo recordarme. Muchos de aquellos chiquillos andamos repartidos por medio mundo.

Alguien que no podía faltar en esta relación es José Maria de los Polos. Este chaval no pudo venir nunca con nosotros al Portillo ni participar en nuestros juegos y correrías. Tuvo que conformarse con organizar partidos con canastitas forradas con un trozo de tela y empujando un garbanzo que hacia de balón. Nosotros le hicimos más llevadera su situación jugando con él muchos de aquellos partidos empujando el garbanzo con la canastita en la puerta cochera de la fábrica de los polos bajo el carrillo con el que repartían los sifones y las gaseosas. A él le sobraba espacio porque solo podía gatear. Su pasión era el fútbol, que nunca podría practicar, y el equipo  de sus amores era el  Barcelona. El coche de sus sueños era el Opel Kapitan, del cual tenía una foto que no sé de dónde la había sacado. Cuando consiguió ponerse en pie y sostenerse sobre las muletas nos seguía con gran esfuerzo hasta donde podía, que no era más allá de la esquina de la taberna de Paco.

En un escrito de Manuel Ramírez en este periódico, titulado "Fuentes dio futbolistas de hierro", leí que allá por los años 80 era el cronista radiofónico del CD Fuentes. Esta afición ya le venía de chico, pues de vez en cuando hacía ver que cogía el micrófono y decía aquella frase que tantos domingos oíamos en Radio Sevilla "adelante Juan Tribuna" y nos radiaba alguna jugada. Su madre, Anita Nicolasa, practicaba aquello de a Dios rogando y con el mazo dando. Por una parte salía descalza en la procesión como penitente detrás del señor de la Humildad pidiéndole el milagro de una curación, pero por otra llevó al hijo varias veces a San Juan de Dios, en Sevilla, donde le practicaron alguna intervención quirúrgica, en las que el chaval, por lo que contaba su madre, lo pasaba muy mal ya que en aquellos años como anestésico utilizaban el cloroformo que le hacían inhalar mediante la aplicación de una careta.

Aunque no estuvo mucho tiempo entre nosotros, el Elías hijo del Espartero también formó parte durante algún tiempo de la pandilla del Postigo. La edad de los mencionados oscilaba entre los seis y los quince años y algunos de los mayores ya habían pasado del mundo de la escuela y los juegos al mundo del trabajo. La frontera que separaba estos dos mundos era una línea sinuosa que no tenía en cuenta edad ni capacitación para el trabajo, sino únicamente las necesidades de la familia.

Los que en aquellos años éramos lo bastante afortunados para no tener más obligaciones que las escolares, cuando salíamos del cole pasábamos por casa a dejar la cartera, recogíamos la merienda y dándole grandes mordiscos al pan y una chupaílla al chocolate, de vez en cuando pa que durara más, tirábamos pal Portillo, hoy el real de la feria, donde estábamos seguros de encontrar cinco o seis colegas con los que echar una partida de lo que diera el tiempo. Había plantados en el Portillo unos cuantos llorones.

El mayor aliciente que estos arbolitos tenían para nosotros eran aquellas flores blancas y dulzonas que salían en el mes de mayo y de las que nos dábamos grandes atracones, siempre vigilando que no viniera Reguerita. El municipal pasaba por allí con mucha frecuencia pues el alcalde Herrera Blanco le tenía encargada una vigilancia especial de aquellos arbolitos. Cuando Reguerita venía y los encontraba pelados de flores decía "ya os pillaré, ya". Al final, un día pilló a uno, pero era de la calle Cruz Verde que también venía por allí de vez en cuando. A Luis el  Manchego lo pilló guindao del árbol y le pusieron una multa de cinco duros.

Los principios del otoño, cuando el terreno estaba aún duro y seco por los calores del verano, era una época ideal para jugar a pelotas chorli, tanto al toque como al hoyo, a la raya empujando la piedra con el pie de casilla en casilla y a bailar el trompo. Si eran varios los que llevaban trompo, enseguida salía la propuesta de hacer una cingulera. Pintábamos un círculo y tirábamos todos a bailar dentro del círculo. Los que al acabar el baile quedaban dentro del círculo se decía que iban a la olla. Se ponían todos juntos en el centro de la cingulera y los que su trompo había salido del círculo tiraban a impactar sobre los que estaban en la olla. Si eran trompos de amigos se tiraba a "pan", es decir a impactar con la madera y arrastrarlos fuera del círculo. Si no eran trompos de amigos se tiraba a neco, o sea a impactar con el jerrón. A alguno le habían abierto el trompo en dos mitades.

Cuando venían las lluvias y el terreno se reblandecía jugábamos a la raya, pero en vez de  arrastrar una piedra con el pie íbamos clavando un clavo o una lima vieja en cada casilla. Y luego había el Plim, que también se jugaba con una lima vieja, normalmente de pequeño tamaño. Consistía en poner la lima sobre la mano en diferentes posiciones y lanzarla al aire y al caer tenía que quedar clavada en el fango. Este juego tenía una cierta mala leche porque el perdedor tenía que sacar el sumillo. El susodicho consistía en una estaquilla de unos cuatro dedos de largo cortada de alguno de los olivos cercanos y que el ganador o ganadores apuntalaban someramente en el fango y después clavaban con golpes de la misma lima con la que se había jugado la partida. Después, el perdedor tenía que sacarla con la boca. Cada jugador tenía derecho a tres golpes de lima por cada juego completado. Yo perdí una partida memorable contra Agustín de la Gallina y otros dos. Agustín había completado tres juegos y tenía derecho a nueve golpes. Metió el sumillo hasta los cimientos. Tuve que comer más tierra que un topo para sacarlo. Suerte que por entonces aún no había tierra radiactiva.