Pastorilla Lazú pone un ojo en el cartucho de papel donde deposita habichuelas y el otro en el fiel del peso. Sonríe y va sumando, cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos gramos... Levanta la mano que sostiene la pala y el fiel detiene su avance. Demasiadas habichuelas. Hunde la pala en el cartucho y hurga para retirar una parte de las legumbres. Cien, ciento cincuenta, ya, suficiente. Luego retira el cartucho del platillo, dobla el papel cuidadosamente hacia afuera con los pulgares, después hacia adentro con los índices y finalmente pliega con las orejas del envase hasta que lo deja cerrado.

La misma escena que se produce ancá la Pastorilla Lazú de la calle Lora estará ocurriendo ancá la Nati de Vito de la plaza de Abajo, ancá Isabelita la Mesesale de la calle Mayor, ancá Paco la Ana del Postigo, ancá la Carmelita Malaspatas, ancá Nela de la Carrera, ancá Diego Millán de la plaza de Abajo, ancá Joaquín del Cerro, ancá la Conejera de la calle la Rosa, ancá José el Bambo en el barrio la Rana. En Fuentes, aquellas tiendas de antes eran el paraíso. El paraíso de la venta a granel y en cartuchos de papel de estraza. El paraíso del cotilleo local. Pese a no vender tela, en ellas se le hacía un traje a cualquiera antes de que cantara un gallo. Las tiendas de antes eran el paraíso de la venta de fiao, sin intereses y sin plazo fijo de pago. El paraíso del aprovechamiento espacial. Allí cabía todo, pese a carecer de espacio. Centros comerciales reconcentrados.

Antonio el Parro en su famosa ventana de la calle Caldereros

Eran las tiendas de los tiempos en los que Antonio el Parro despachaba por la ventana de la calle Caldereros tocino y recortes de jamón -a veces, también jamón, pero solo a veces- para tratar de recuperar a los niños que estaban malitos. Cuando Carmelita Malapatas vendía de to en la plaza y Manolito la Tienda cortaba telas y vendía zapatos en la esquina de la calle Lora. Tiempos en que las mujeres y las niñas acudían a las tiendas al anochecer, una vez que los hombres llegaban a la casa con el jornal del día. Estaba mal visto que los hombres fuesen a la tienda y mandar a un niño a hacer mandaos era afeminarlos. Cuando había que comprar de poco en poco los garbanzos, las lentejas, la harina, el atún, el azúcar, el café y hasta la sal. Cuando las tres pesetas que costaba el medio kilo de bacalaílla tenían que dar para la sopa del almuerzo y el frito de la cena.

El plástico y los congelados estaban por inventar -al menos en Fuentes- y las bandejas con comida precocinada no las habría soñado ni el más fantasioso de los fontaniegos, de los que no faltaban por entonces. Todo se vendía en pequeñas cantidades. Lo justo para el día. Cuarto y mitad de garbanzos. Dos pesetas de azúcar y un cuarto de litro de aceite. No había dinero para más. Las mujeres esperaban en la puerta a los maridos que volvían del tajo con el jornal calentito. Algunos señoritos obligaban incluso a los jornaleros a ir a la puerta de sus casas a esperar que saliera a pagarles, lo que obligaba a las mujeres a comprar de fiado. Ahí estaban los tenderos atentos y dispuestos al quite de las cornás del hambre.

Elia Caro en su puesto de frutas y verduras de la plaza de abastos

Eran tiempos sin tiempo, sin prisas. Al contrario que los plásticos, los relojes ya estaban inventados, pero algunos los lucían más como signo de distinción que como reglamento horario para uso en la vida cotidiana. Objetos de lujo inútiles como pocos en aquellos años en los que el barbero recibía al cliente preguntándole ¿prensa o conversación?, al tiempo que le extendía el babero para el afeitado. Conversación, siempre. A toda horas y en todas partes. Los hombres en la barbería y en la taberna. Las mujeres en el puesto de la plaza o en la tienda del barrio.

Manolito la Tienda estaba casado con Aurora, más conocida por Pastorilla Lazú, la tendera de la calle Lora. Manolito tenía una tienda de tejidos y zapatería, en el que a los pocos años entró como empleado Teodoro Herce González. Con el paso del tiempo el joven empleado se convirtió en socio del negocio y al final se hizo con la propiedad, que en la actualidad mantienen sus hijos, los hermanos Herce García. Manolito la Tienda era tendero y agricultor, con una buena finca de tierras en Fuentes y perteneciente a esa clase acomodada de Fuentes. Teodoro heredó en la Carrera a la Mecha, una mujer que tenía su buena finca en tierras, donde las mejores bestias de Fuentes eran de la Mecha.

Manolito la Tienda (Manuel Jiménez) en el centro con chaqueta blanca

En su puesto de la plaza, la mujer de Manolo el del Ocaso le daba a la manivela de la bomba que extraía el aceite del bidón escondido bajo el mostrador. Un cuarto de aceite y dos reales de leche en polvo. Dos sardinas arenques, una cebolla y una cabeza de ajos. Buen cliente de sardinas arenques de ancá la Cascabela y ancá Diego Millán era Antonio Corzo. Las compraba de nueve en nueve. Puesto de verduras, frutas y hortalizas tenía Elia Caro "la Cascabela". Una amiga que siempre estaba en la tienda de Elia era María Dolores Colorado, que estuvo muchos años emigrada en Barcelona y cuando venía a Fuentes no salía de la tienda. El marido se llamaba Mario. Tal era la amistad entre María Dolores Colorado y la tendera Elia Caro "Cascabela", que salían las dos a pasear por la Alameda, como se aprecia en la fotografía de abajo. Amigas inseparable, la Cascabela y la Colorá, famosas en Fuentes.

En la tienda de Isabelita la Mesesale de la calle Mayor, Isabel Valenzuela apilaba tabletas de chocolate con premio: una bandeja de metal, una muñeca colocada sentada sobre las tabletas. Los niños comían chocolate en la merienda tentando la suerte. De un palo colgaban ristras de chorizo al lado de un triste y asustado jamón ante el temor de que apareciera un inspector de sanidad, el terror de los tenderos. Joaquín, el del Cerro, no ha olvidado cómo su padre traía zapatos marca La Cadena y botas de Segarra. También traía del Cerro Muriano botas y correajes de los soldados, muy apreciados por aquella época. Por la tarde, el puestecillo de Joaquín se llenaba de mujeres comprando para la talega para el día siguiente.

Diego Millán era muy aficionado al piano

Cuando llegaba el tiempo de irse a trabajar a los canales o a Francia, el puestecillo de Joaquín financiaba las compas para la partida, a la espera de saldarr las deudas a la vuelta con las carteras llenas. El padre de Joaquín lo mismo iba al mercado de la Encarnación de Sevilla a vender quesos que transportaba en su vieja DKV a personas y enseres en tránsito a Barcelona o Benidorm. Paco la Ana estaba siempre en la tienda, incluso cuando permanecía cerrada. Si no estaba detrás del mostrador, estaba detrás de la puerta por si llegaba algún cliente para servirlo. Su amigo Pepe el de la Celestina vendía en la plaza y todos los domingos iban por la noche a la taberna de los Catalino.

Otro tendero era Diego Millán. En primavera, cuando el azahar de los naranjos de la plaza olían y todo el mundo abría las puertas de sus casas para que le entrara el olor del azahar, Diego sacaba su piano a la puerta de la calle para tocarlo y animar a la clientela. Diego y Edelmira, su mujer, eran unos tenderos muy guasones y cuando entraba Manolillo Arropía, viejo gruñón, lo hacían rabiar. Manolillo llamaba a Deli, la dependienta de Diego, para que le despachará. Deli sí era seria.

Aquellas tiendas de antes venían con la familia, como el equipo de fútbol, de nacimiento. Si nacías en el barrio la Rana, tu tienda era la de José el Bombo. Si eras del Postigo, las compras venían de la Conejera o de Paco la Ana. Para los de la calle Nueva, Nela en la Carrera. Algunas saltaban las barreras territoriales y hacían los mandaos ancá la Carmelita Malapatas de la plaza de abastos. Cuando eso ocurría solía ser por aquello de las parentelas y por lo que Goethe tituló las "afinidades electivas". Fidelidades que nunca eludían la charla tranquila, por más que hubiera clientela esperando. Mejor dicho, cuanta más gente esperando hubiera para comprar, más se prolongaba la charla en aquellas redes sociales sin cobertura ni wifi libre.