El llanto de Pepa Caro "Margarita" no tenía consuelo aquel día 20 de noviembre de 1975. "Pero niña, que no pasa nada", le decían. Ella seguía llorando. La muerte de Franco había cogido en Francia a toda la familia de los Margarito. Pepa no hacía más que llorar, aunque no de pena por la muerte del dictador, sino de miedo a la posibilidad de que tuvieran que volver a España y que aquella campaña de la vendimia se fuera al traste. "Habrá otra guerra y tendremos que abandonar la vendimia", auguraba Pepa entre sollozos. Apenas llevaban dos años viajando a Francia y los Margarito no podían perder aquel alivio anual para la economía familiar. Finalmente, la muerte de Franco no les obligó volver a Fuentes de manera precipitada. Al contrario, regresaron cuando acabó la cosecha y con la cartera llena de francos contantes y sonantes.

La vendimia se prolongaba entonces a lo largo de dos meses y medio o tres meses. No como ahora, que dura treinta o cuarenta días. Entonces, la temporada de la uva duraba el doble porque apenas había máquinas y toda la cosecha era hecha a mano. Ahora a mano se coge únicamente la uva de mesa. Para el vino la cogen las máquinas. Ha cambiado la vendimia y ha cambiado el viaje de los vendimiadores. Todo es más rápido y corto. Miguel Caro "Margarito" recuerda que iban en tren y que el viaje duraba tres días y dos noches. Llegaban a la Provenza, en el sur de Francia, molidos y acarreando un sinfín de bultos donde portaban casi todo lo que iban a necesitar los siguientes ochenta o noventa días: garbanzos (no podían faltar), lentejas, arroz, morcilla, chorizo, ropa, zapatos, equipamiento de aseo personal. Menos la sal y el pan, todo.

Miguel Caro "Margarito"

De aquello van a hacer cincuenta años y muchos fontaniegos recuerdan que sus vidas transcurrían entre las fresas de Huelva, la aceitunas de Jaén y las uvas de Francia. Como titiriteros de feria, pasaban el año haciendo malabarismos con esas tres bolitas (fresas, aceitunas y uvas) para sacar adelante sus vidas. La vida giraba del rojo al verde y del verde al negro. Fuentes no les ofrecía otra cosa. Aquellos años había dos opciones que elegir: emigrabas para siempre para instalarte en Barcelona o te hacías temporero. Los temporeros viajaban con la familia a cuestas. Emigrantes perpetuos. Padres, hijos, abuelos, hermanos. Grandes y pequeños, hechos un ovillo, dejaban atrás la casa y la escuela. Llegaban a la estación de Córdoba (Sevilla) buscando vagones en cuya panza pusiera el cartel "Vendimia" y se metían dentro a esperar la salida. Esperas interminables en convoyes que montaban seis, siete, ocho vagones rumbo a Francia.

En Francia, viviendo muchos en cuartos partidos con telones, había que aprender el idioma de las señas porque el francés no había dios que lo aprendiera. Había que mover los brazos y cacarear para pedir huevos en el colmado, simular limpiarse el culo para demandar papel higiénico o afeitarse mirándose en los cristales de las gafas del dependiente para comprar cuchillas. Todavía no existían las líneas de los supermercados. Pero todo se aprende cuando no hay más remedio. También los patrones franceses aprendieron algo de español. Los Margarito cayeron en una finca donde la patrona hablaba español, aunque ellos no han tenido nunca problemas con el idioma universal de las señas. El resto de la vendimia era coser y cantar. Cortar y cargar, mejor dicho.

Los fontaniegos son gente avispada a la hora de aprender. Y trabajadores como pocos. Por eso y no por otra cosa, los patrones franceses han elegido a cientos de fontaniegos para hacer sus vendimias. Los hermanos Lora estuvieron en una finca que les buscó el padre de los Margarito cerca de Marsella. Antonio Ruiz "Roete" recuerda "cuánto le pesaba tener que irse a Francia y dejar los hijos en Fuentes". Lo mismo dice Chari Mendoza. La alumna que mejor pronunciaba francés en las clases de don Juan Selfa Moreno era Manuela Muñoz Gómez, que había estado en la uva francesa. También fueron vendimiadores Francisco López Moreno y su hermana Inma, que vivían en la calle Mayor frente al cine Avenida. Dejaron de ser vendimiadores para emigrar a Mallorca y San Fernando buscando un futuro estable. Todos los vendimiadores conocen a la buena samaritana Antonia "la Ostia", una valenciana que llegó a la Provenza imitando a las gallinas y ahora es incapaz de hablar español sin mezclarlo con palabras francesas.

Una leyenda urbana cuenta que los vendimiadores volvían con el dinero en los calzoncillos por miedo a que se los robaran. Francos a buen recaudo. La realidad es que no se conoce que ningún fontaniego sufriese un robo antes de depositar los billetes en alguna de las oficinas bancarias de la localidad. Aunque el proceso antes de efectuar el ingreso bancario exigía alguna ciencia, especialmente conocer la cotización del franco en cada momento y entrar en una especie de subasta de la "morterá" entre las diferentes oficinas. La "morterá" podía ser considerable. A una media de 400.000 pesetas por cabeza, una familia compuesta por cuatro o cinco miembros, llevaba al banco entre un millón y medio y dos millones de pesetas. Que podía subir o bajar según el momento elegido para el cambio.

El franco oscilaba entre 12, 15 y 20 pesetas. El año del apoteosis fue cuando se llegó a pagar a 25 pesetas. Por eso, muchos metían una parte importante del dinero debajo de una losa a esperar el mejor día para negociar con el banco. Los bancos ofrecían cambios a mejor precio si el cliente depositaba el dinero por un tiempo, normalmente seis meses o un año. Además, le regalaban una bicicleta, un televisor o un DVD. Si, si, antes los bancos"regalaban" esas cosas a cambio de ingresos importantes y a plazo. Por todo eso y muchas más cosas largas de contar, cientos de fontaniegos viajaban (y todavía viajan) a Francia a hacer la vendimia. Ahora van en autobús, muchos sin familia a cuesta, por un mes de trabajo traen unos 3.000 euros (en vez de 400.000 pesetas por tres meses) y siguen usando el idioma de las señas. En Francia, la peoná se acerca al doble que en Fuentes.

Nada más acabar la feria, Fuentes se quedaba aquellos años más solo que la una. Ni un alma en los bares. Bobi el Catalino decía que los vendimiadores iban, como hormiguitas, en busca del pan del invierno. A mediados de noviembre se le volvía a llenar el bar de gente con los bolsillos llenos y las alma hambrientas de charla. Almas a la espera de irse a Jaén para la siguiente campaña de la aceituna. Y después a Huelva en pos de las fresas. Fuentes era un alto en el camino que transitaba de Francia a Jaén y a Huelva. Una parada reparadora, una estación de recarga, un parchís para saltar de las fichas rojas a las verdes y a las negras, un oasis en el que aliviar la sed. Aquel Fuentes era, sobre todo, la madrastra de unos hijos forzados a vivir con la maleta siempre a cuestas.