Recuerdo cuando la idea del tiempo como una flecha, cuya trayectoria hacia adelante, hacia el progreso, era infinita me hacía dormirme pensando en el límite del universo, hasta que mi mente infantil no podía más y  acaba en la nada del sueño.

Estos días, recordando mi infancia, donde la Navidad era un tiempo mágico, me vino esa idea del tiempo rectilíneo, ese tiempo que no existe. Cada vez que el planeta pasa por un punto concreto de su órbita alrededor de nuestra estrella vuelve la Navidad, una y otra vez. Somos seres eternos mientras vivimos, pensé, solo que la idea de la muerte nos va llevando hacia la melancolía, como la luz que unos instantes antes de la puesta del sol alumbra mi calle como una lámpara suave, misteriosa.

A veces, en esas horas, la idea de no caer en la melancolía me lleva a la acción. Por eso, para evitarla me decía, vamos deprisa todo el tiempo, a todas partes, persiguiendo el progreso. Tenemos la idea de que vamos hacía alguna parte, donde seremos mejores, seremos más felices. Cuando paramos, si es que lo hacemos alguna vez, nos damos cuenta de que no vamos a ninguna parte y nos invade el miedo. Ese miedo nos hace volver a correr. Correr a través del espacio y el tiempo, en un circulo donde en una de esas carreras nos topamos con la muerte y nos quedamos quietos eternamente, participando para siempre en el universo al cual pertenecemos.