En los tiempos en que me enseñaba a coser con Pepe el Sastre, en el taller que tenía en el Postigo, enfrente de la ermita, a los pantalones había que hacerles dos bolsillos delante y uno detrás, siempre en el lado derecho. Un día me equivoqué poniéndole el bolsillo de atrás en el lado izquierdo y Pepe me echó una bronca que no he olvidado nunca. Pero como el estropicio ya estaba hecho, el sastre decidió ponerle otro a la derecha y explicarle al cliente que le había puesto dos bolsillos para que pudiera tener donde meter los muchos documentos que manejaba a diario. Así nació en Fuentes la moda de los pantalones con dos bolsillos detrás. Traigo aquí la anécdota porque el director de este periódico me pide que cuente cómo eran los talleres de sastres de Fuentes.

Fuentes estaba entonces lleno de sastres y costureras. A las mujeres no se las nombraba sastras, sino costureras. Los hombres siempre tenían que tener una categoría por encima de las mujeres. Ellos aprendían a cortar y a coser. La mayoría de las costureras sólo aprendían a coser. Como si con el secreto del corte se reservara para ellos la esencia del oficio. Con Pepe el Sastre del Postigo estábamos enseñándonos a coser algo más de media docena de muchachas: Carmen de Teresita, de la calle Convento (después conocida como Carmen la del guardia) Dolores la Chocha, de la calle Santa Cruz (su padre tenía un carrillo en el Postigo) Rosarito de Alonsito, el zapatero de la calle Cerrojero, Carmen Hidalgo, hija de Rosarito la del puesto de carne de cochino en la plaza, Antoñita la Pitota, familia de los Malospelos, que se casó con uno de la calle la Rosa.

Entre aquellas mocitas de Pepe el Sastre estaba yo misma, nieta de Antonio el Rondeño y Julia Valladares, que vivían allí mismo, en el Postigo, e inventora involuntaria de los dos bolsillos detrás en los pantalones. Desde entonces me he preguntado cuántos inventos serán fruto de los errores. Cuando teníamos trece o catorce años queríamos enseñarnos a coser porque era lo que se esperaba de las mocitas cuando llegábamos a esa edad. Todos los sastres de Fuentes tenían a un grupo de mocitas revoloteando alrededor. Lo mismo Pepe el Sastre del Postigo, que Bordoy de la calle Mayor, que Narciso de la Rosa, también del Postigo, que el marido de Maruja, la matrona de la calle las Flores o que el marido de Belén, en la misma calle.

Tiempos de academia de corte y confección, sabañón, aceite de ricino, gasógeno, zapatos topolino, que canta Joaquín Sabina. Nuestro universo estaba compuesto por la aguja, el dedal, la tijera, la cinta métrica y la máquina de coser, con su bobina de hilo arriba y su canilla abajo. Antes de que toda la ropa viniera hecha, la costura era una "industria" que daba de comer a mucha gente. No sólo a los sastre profesionales, sino también a muchas mujeres que contribuían a sacar adelante a sus familias gracias a la costura. Mi madre y mi tía Antonia, entre otras muchas. Como Carmelita, de la calle Mayor, que vivía en la esquina frente al convento. Como Elisa la del Lagartijo y como las dos hermanas que cosían en la esquina de la calle Osuna.

Algunas, como mi tía Antonia, incluso iban a coser por las casas. La mayoría cosía sólo ropa de mujer, en gran parte por la mayor dificultad que entrañaba la confección de ropa de hombre, especialmente las chaquetas. Por la dificultad y porque en aquellos tiempos el hecho de que una mujer le tomara las medidas a un hombre no estaba bien visto. Había mujeres que cortaban y cosían para hombres, pero poquitas. Una vez entró en el taller una mujer a preguntar si Pepe cosía para mujeres y cuando le dijo que sí, pero que tenía que tomarle las medidas, la clienta huyó espantada de aquella barbaridad. ¡Un hombre tocarla! Las medidas sólo para hacerle a una el ataúd.

Los vestidos de mujer eran fáciles de hacer, pero la ropa de hombre tenía mayor ciencia. Ni siquiera todos los sastres sabían hacer una chaqueta en condiciones. Sobre todo si no estaba bien cortada. Pepe el Sastre siempre le probaba la chaqueta al cliente antes de acabarla. Los pantalones nunca porque le salían perfectos. Las chaquetas no se lavaban nunca porque se estropeaban las entretelas, muy tiesas, y las hombreras de guata que llevaban. Pepe el Sastre explicaba que todas las personas tienen un hombro más alto que el otro y ese "defecto" de origen había que corregirlo añadiendo más guata a la hombrera del brazo caído. Las manchas de las chaquetas cada cual las quitaba como buenamente podía, pero nunca metiendo la prenda en el lebrillo de lavar. El caso es que las chaquetas duraban una eternidad, aunque cuando se desechaban iban bastante raídas.

Bordoy era el sastre más famoso y controvertido de Fuentes. Las que se enseñaron con él dicen que también era el mejor sastre, pero eso lo decimos todas de nuestros maestros. De Bordoy contaban que el alcalde de entonces lo metió en la cárcel, con su máquina de coser incluida, hasta que terminara de hacerle los uniformes a los municipales de Fuentes. Condenado por no coser. El sastre había cobrado el encargo de los uniformes, pero se había bebido el dinero y no acababa nunca el trabajo. Como en la cárcel no entraba el aguardiente, entre rejas cosió y cosió y los uniformes terminó. Aquel alcalde era forastero y vivía en la calle las Flores.

El sastre Bordoy de la calle Mayor, justo enfrente de la tienda de Paco Barato, era familia, no sé si sobrino o hermano, de Salvador Bordoy, también sastre, que fue asesinado en la represión del 36.  Salvador Bordoy le hacía gratis los trajes a José Luis el Barbero de la calle Lora porque tenía tan buena planta que le atraía clientes. Delgado, espigado, repeinado siempre, luciendo camisa blanca y sombrero con cinta negra, el barbero de la calle Lora era la viva imagen de un maniquí andante, un reclamo. También le hizo los trajes a los músicos de la banda municipal.

En Fuentes había tres formas muy diferentes de coser. Una para la ropa de diario, otra para ropa de los domingos y fiestas de guardar y una tercera para las grandes ocasiones. Las grandes ocasiones eran la boda y pare usted de contar. En realidad, los clientes de los sastres de Fuentes eran lo que hoy llamamos clase media y entonces llamaban "de medio pelo". Los pobres se las apañaban como podían con las costureras de su calle y los ricos acudían a las sastrerías de postín que había en las calles Sierpes o Puente y Pellón de Sevilla. Nunca vi entrar a un señorito en una sastrería de Fuentes.

Las que nos enseñábamos a coser con los sastres nunca cobrábamos un real. Trabajábamos a cambio del conocimiento, que no era poco porque suponía adquirir una herramienta, la de coser, imprescindible entonces. Una mujer que no supiera coser era poco menos que una inútil. Coser, cocinar y rezar eran los verbos que antes aprendíamos a conjugar. Bueno, después de lavar y barrer. Antes de que fuera a enseñarme a coser ancá Pepe el Sastre aprendí de mi madre a dar la tijera. Tenía que cogerla por la punta y presentar los ojos por delante. También aprendí que el dedal no se usa empujando la aguja con la cabeza, sino con el lado. Aquellos dos detalles me valieron los primeros elogios de Pepe el Sastre. Pepe le cortaba la cabeza a los dedales porque decía que empujar así la aguja deformaba los dedos y dejaba muy feas las manos de las mujeres.

Salvador Bordoy, rodeado de sus modistillas. La primera de la derecha es Pepa Martín Lora.

Pronto aprendíamos el extenso vocabulario del sastre, muchas de cuyas palabras prácticamente han desaparecido: portañuela, hebilla, trabilla, dobladillo, sobrehilado, enhebrado, dedal, bobina, jaboncillo... Las camisas no se llamaban camisas, sino blusones. El corte se pintaba con jaboncillo y las medidas eran siempre con la cinta de sastre, de hule amarillo, que tenía una longitud de 150 centímetros. Y dale que dabe al pedal de la máquina con cuidado de que no se rompiera el hilo y que la correa no se saliera de la rueda. Si estaba floja se salía a cada instante y si estaba apretada costaba dios y ayuda accionar el vaivén del pedal.

Había dos tipos de hilos, uno malo para hilvanar y otro mejor, más fino y resistente, para coser. La marca que mejor resultado daba era La Cadena. Un día apareció por Fuentes un nuevo sastre, Narciso de la Rosa, viudo y con cuatro hijos. A las que llevábamos más tiempo de aprendizas con Pepe el Sastre nos ofreció irnos a trabajar con él, a cambio de salario. Aceptamos Carmen de la Teresita, Dolores la Chocha y yo. A mi me puso a hacer chaquetas y a las otras dos a hacer pantalones. Dolores la Chocha era la única capaz de hacer dos pantalones en un día. Lo normal era uno al día. Allí cobre mis primeros salarios. Por coser un pantalón me pagó 30 pesetas. Casi todas aquellas mocitas acabamos emigrando, unas a Barcelona y otras Madrid. Como los sastres.

(En la fotografía de apertura, José Luis el Barbero, a la izquierda, y el Tate Chico)