El calor persiste, las noches son insomnes, los días largos, suenan los ruedines de las maletas al roce con la acera. La ceremonia de las vacaciones se muestra en su esplendor, pero no para todos, hay muchos que no se las pueden permitir aunque lo consideraban un derecho, una conquista. Muchos pensaban que si bien no podían viajar al extranjero, su tierra era asequible, se lo podían permitir. Algo tendrá España cuando de todas partes vienen, como aquí no se está en ningún sitio. Qué suerte vivir en el país del Sol naciente y también poniente. Somos una superpotencia en materia de guiris, los importamos de todos los continentes, pero ya no podemos disfrutar de las playas porque no queda sitio. No podemos tener el sueño americano ni el del “Un, Dos, Tres”, el apartamento en Torrevieja (Alicante).
Tampoco pasa nada, “en agosto se disfruta mucho de las ciudades de interior, se quedan vacías”. Cuánto recuerdo estas palabras y cómo me gustaba recorrer las calles de Granada que en agosto se volvían silenciosas. Qué cómoda estaba Madrid, a la que durante todo un mes le bajaba el ritmo cardiaco y no mataba a nadie. En Sevilla daba gusto pasear en silencio a la luz de la Luna. Había muchos bares cerrados, pero los que permanecían abiertos daban un trato rápido y atento. Ahora henchidos de éxito, alardeamos de industria turística, pero no se puede salir a la calle. No se puede pasear por el barrio de Santa Cruz o El Albayzín, mucho menos vivir. Las calles ya no nos pertenecen, son propiedad de Airbnb, nos hemos tenido que ir a vivir al más allá, al extrarradio.
No se puede viajar por España, es prohibitivo, no se puede pasear por la ciudad porque no se cabe, los centros históricos son Disneylandia. Nos ha vuelto a ganar el poderoso caballero Don Dinero. Echo de menos aquellos tiempos postadolescentes en los que las aceras eran mías, la cerveza era barata y corría el aire. Verdaderamente estamos invadidos por extranjeros, pero no por camareros ecuatorianos, ni jornaleros marroquíes, sino por rubios de piel rosa y ojos azules que no tienen claro dónde están, consumidores de un pastiche lejanamente inspirado en Andalucía, aunque se visite la Plaza Mayor de Salamanca. Reflexiono sobre todo esto y recuerdo la genial secuencia de “Ser o no Ser” de Ernst Lubitsch, en la que Jack Benny, grita “soy un buen polaco, amo a mi patria y quiero a mis zapatillas”. Pero mis chanclas fabricadas en China ya no me pertenecen, todo es propiedad de fondos carroñeros.
El mundo es un campo lleno de cuerpos en descomposición, mientras yo sigo preocupado por las vacaciones que no tengo, como si la felicidad residiera en esperar ansioso la llegada de una tapa de boquerones en un bar atestado. Entonces me siento como el Pijoaparte de Juan Marsé, queriendo acceder a un lugar al que no pertenezco. Ir de vacaciones se convirtió en los años setenta en un símbolo de estatus, el marchamo definitivo de que por fin uno había alcanzado la “clase media”. Inevitablemente reduzco mis expectativas al agua clara. Entonces me asaltan las imágenes, miles de instantáneas de hombres como yo, de mujeres como yo, de niños como yo, que mueren por no poder beber un poco de agua, ni llevarse un chusco de pan a la boca.
Miles de personas con cuerpos sin grasa sin haber pasado por la operación bikini, son asesinadas por tener sed y hambre en Gaza. Los miembros del único pueblo elegido por Dios y sus amigos especuladores harán caja, hay mucho dinero detrás de la muerte. Si creyese en un ser superior, pensaría que lo han privatizado, que es sordo y ciego o que es un asesino de inocentes, lo que está claro es que muchos de los que actúan bajo su nombre sí lo son. Pero la anestesiada sociedad de consumo, la que se manifiesta si su equipo de fútbol baja de categoría, no dice nada, sólo empuja maletas tan llenas que no cierran, para que quepan más cosas innecesarias. Mientras en Bruselas, los reunidores se reúnen una y mil veces para agendar la próxima cumbre urgente en la que se creará una comisión de estudio, que elaborará un libro blanco en el que se marcará una hoja de ruta, que trazará las directrices del marco competencial sobre el problema palestino.
Hace calor, voy a la cocina, abro el grifo y sale agua. Tirando la casa por la ventana le pongo hielo, está fresquita, ahhhh. Bebo despacio y de la manera más tonta, quizá de la más lista, por un instante me siento el tío más afortunado del mundo y no echo de menos el Möet & Chandon que nunca he probado. No sé si Dios está en los detalles, pero la felicidad habita en las pequeñas cosas, esas que ni siquiera pueden imaginar las víctimas de la agonía asesina y depredadora en Palestina.