Si viajara por el Universo habría una cosa de la Tierra que echaría mucho de menos: los árboles. No sé si en planetas lejanos habrá árboles, puede que en algunos sean los únicos habitantes, tal vez exista un planeta donde los árboles sean los seres vivos más inteligentes, que cuiden de los demás seres vulnerables, pequeños y necesitados de amor. Si existe ese planeta, la vida en él debe de ser placentera y segura. No lo sabré nunca porque la distancia que me separaría de ese planeta me impediría llegar hasta él. Tal vez pueda alguna vez. Soñar no cuesta nada.
Me gusta soñar con los árboles cuando paseo por el campo y observo un árbol de los pocos que quedan en el paisaje humanizado de la campiña. Hay algo que nos une. Más tarde, en la noche, pienso en él, allí en medio del campo meciendo sus ramas con la brisa, con el viento, y sueño que él también piensa en mí. Son criaturas extrañas, misteriosas, permanecen anclados en la tierra, resistiendo tormentas, fríos y temperaturas tórridas. Su sombra nos protege del sol y nos invita a la siesta en los mediodías de julio, cuando la luz deslumbrante nos acerca al sueño.
Hay un baobab cerca de Candemba-Uri, aldea de Bafatá (Guinea Bissau) que guarda historias, cuentos y bellezas de África. A sus pies las mujeres sueñan, otra vez soñando, con sus ancestros y les piden una vida mejor para sus hijos. Ese baobab es hermano del majestuoso eucalipto que nos mira desde el camino hacia los Cerros, del que con formas femeninas te saluda al otro lado, al entrar en la cale Juan Miranda, del algarrobo que en la Fuente del Cabo nos ofrecía dulces algarrobas en septiembre, de las moreras de sabrosos frutos de la Alameda. De los grandiosos ficus de los jardines de Murillo en Sevilla. Sí, si alguna vez, por fin, viajo fuera del sistema solar os echaré de menos, árboles de la Tierra.

