Cuando era chico, a la entrada de mi escuela, a alguien se le había ocurrido la idea de poner un mural enorme en el que se podía leer: “Lo que siembres recogerás”. Era un mensaje típico del franquismo, en el que se profetizaba que el trabajo duro y honrado siempre tendría su justo premio. Aquellos que se esfuercen en ser personas de provecho no solo verán a Dios, sino que disfrutarán en la tierra de un anticipo del paraíso. Sin embargo, los que caigan en el vicio de la vagancia y la indolencia irán de cabeza a las calderas de Pedro Botero.

Así que la cuestión estaba clara, había que estudiar y/o aprender un oficio para huir de la pobreza y el infierno. Recuerdo lo poco que veía a mi padre aquellos años mientras se deslomaba trabajando en su huida de la penuria. Solo vivió cinco años como jubilado, con una pensión miserable. Yo a eso no le llamaría paraíso.

La mayor parte de las veces, el ser humano normal ara mucho, siembra mucho, ruega al cielo para que caiga buena lluvia y luego llega la lluvia ácida y lo quema todo. Esa es la vida de la mayoría de la gente, un valle de lágrimas con breves momentos de felicidad. Aparte de la mayoría de pringados, existe una minoría, la de los de la flor en salva sea la parte. A estos se les escapa una risilla casi siniestra cada vez que se les aparece la Virgen, que suele ser muy a menudo.

En realidad, la suerte nada tiene que ver con la situación de estos “triunfadores” la mayor parte de las veces y sí, la falta de escrúpulos, la ausencia de honradez, la abyección y la poca dignidad. Dominan el autobombo, saben venderse bien, por eso se les puede poner precio. Sin pudor alguno, hablan de ellos mismos mejor que nadie, no conocen ni de lejos lo que significa la humildad. Todos conocemos a personas así. Hablan como si supieran lo que están diciendo. Opinan de todo y de todos, como si conociesen todo de todos. Saben decirle a cada cual lo que quiere oír, lo que sea por quedar bien. Son arrogantes o sumisos, según el interlocutor que tengann delante.

Mañana cambiarán de opinión, pero no habrá incoherencia, sino “evolución”. Hoy blanco, ayer negro, nunca gris que les obligue a aportar argumentos propios. No hay errores, no hay arrepentimiento. A eso le llaman tener seguridad en uno mismo. Son los típicos que dan consejos sin ser requeridos y consideran que tener una conversación es hablar de sus “logros” todo el tiempo. Se deslizan siempre hacia arriba, trepando desde la nada, esforzándose en contarnos lo mucho que creen que valen. A menudo se asombran de que no nos impresionen sus “éxitos”. Saben a quién tienen que adular y a quién ignorar. ¿Cuántos mediocres ocupan puestos que deberían ocupar personas valiosas? ¿Qué tanto por ciento de mindundis venidos a más puede aguantar una sociedad?

El mural de mi infancia mentía porque nadie tiene asegurado el premio al esfuerzo. No existe justicia poética, ni de ningún otro tipo, en la carrera de la vida. Este mundo protege la especulación, el saqueo, la mentira, la apariencia, la falta de escrúpulos, el peloteo, el enchufismo, el mercadeo y el “todo por la pasta”. De eso no decía una palabra el cartel de mi escuela. Tampoco me advirtió mi padre, supongo que lo tenía tan asumido que creyó que no hacía falta contarme lo que era obvio.

Sembramos la tierra con nuestras manos, no para que todo el mundo lo sepa que lo hicimos, sino para que germine un mundo que sea mejor. Pero la temperie no nos deja. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. (José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote. 1914)