Una vez más han despertado las voces de los pastores. Discuten con los criados del señor, que pretenden cobrarles por el paso de su ganado hacia la sierra del norte, allende Constantina. También los campesinos discuten, ven cómo sus viñedos y campos de trigo nunca pueden estar seguros: cuando no es la sequía, son las lluvias o el paso del ganado trashumante que lo deja todo perdido. La culpa, dicen algunos osados, es del señor del castillo que les hace sembrar en las veredas para así obtener él más beneficios. No le importa, dicen, que las familias campesinas trabajen de sol a sol para poder tener comida y pagar al señor los impuestos.

Hoy, al dormir, era todo diferente, el señor rezaba mirando a la Meca, para después salir sobre su caballo seguido de su pequeña hueste hacía Carmona. Va a luchar junto al rey en la conquista de la ciudad. Siempre ha sido pragmático, me cuenta la dueña que teje junto a mí en la torre, sabe que una vez conquistada Carmona el rey, nuestro señor, le otorgará un donadío, podrá cobrar derecho de peaje a los trashumantes, podrá obtener derechos sobre los campesinos que se verán obligados a moler sus aceitunas en los molinos que posee frente al castillo. Poco a poco voy enterándome de lo que ocurre.

De nuevo despierto en la torre, es noche cerrada, y junto al fuego he oído historias de vikingos, de cuando hace siglos saquearon Sevilla para, después, ser vencidos por los Omeyas. Sólo un mal recuerdo dejaron por estas tierras. Sin embargo, me cuentan los labriegos que, en las noches de inviernos alrededor del fuego, igual que hoy, se cuentan historias de antepasados que eran comerciantes de quesos, de granjeros que lucían trenzas y miradas fieras y valientes.

Esta tarde hay algo diferente. El señor ya no pretende cobrar impuestos. Al parecer corren por Europa nuevas ideas de progreso. Un progreso que obliga a las trabajadoras y trabajadores a trabajar sin ser dueños ni de la materia prima, ni de los tiempos de trabajo, ni del precio del producto final... No sé, hay algo diabólico en todo esto. Me cuentan que el señor apenas viene por el castillo, que las tierras del común han salido a subasta del mejor postor. Todo está cambiando.

Hoy no está la torre, no como la soñé, todo es diferente. Yo duermo en una especie de habitación con tres personas más, no sé quiénes son ni que hacen aquí.  Las calles desde muy temprano bullen de gentes que van de un lugar a otro comentando el acontecimiento. Hoy es un gran día, el progreso ha llegado al pueblo. Poco a poco se respira en el aire una alegría contagiosa. De pronto alguien grita: ¡El tren! ¡Viene el tren! El pitido característico se oye calle Real arriba hasta el Cerro. Es un día histórico. ¿O no ha sido hoy? Ya no sé dónde estoy, en qué lugar, en qué tiempo vivo.

Sigo en este extraño mundo. El Marqués del Nervión nos ha visitado hoy, va de Madrid a Sevilla y se ha acordado del pueblo que lo vio nacer. Sólo ha estado unas horas, suficiente para pedirles mercedes y favores que él ha prometido sin mucho entusiasmo.

Hoy al despertar, cerca de la torre, en lo que parece una celda, he sentido miedo, mucho miedo, no sé muy bien de dónde me viene esta angustia, este desasosiego. Oigo en la calle susurros ahogados también por el miedo, todo mi pueblo respira miedo, desaparecida la alegría que tan sólo hace unos sueños viví bajo la bandera tricolor. La vida, ciertas vidas, han perdido su valor.

Buscando restos de mi pasado he deambulado a través de los túneles ocultos durante tanto tiempo. Intento comprender al tiempo y su eterno devenir, su eterno volver una y otra vez. Vivimos de espalda a un pasado que nos justifica, que nos narra. Las leyendas trasmitidas en las noches de lluvias alrededor del fuego llegaron a nuestras madres, a nuestras abuelas, apenas llegaron a nosotros, ya no llegarán a nuestros hijos. El pasado se va transformando en una narración anodina, espuria, transformada en tradiciones inventadas al son de los vientos que corren.

Por fin vuelvo a despertar. ¡¡Acabo de oír el pitido del tren!! Ya no sé en qué momento quedé atrapada en el tiempo. La torre está abandonada, es parte de la casa donde los habitantes del pueblo acuden para ser curados de enfermedades comunes, a veces sólo producto de la miseria, del olvido. En esos días los que acudían a ver al doctor sufrían de ansiedad, de insomnio, al pensar en su futuro incierto. Se quedan en la calle después de haber sido expulsados, por otro señor que nunca pisó las calles de nuestro pueblo, distinto al que señoreaba en la torre.

¿O es ahora cuando está ocurriendo todo esto? Tal vez, aunque con otras formas, con otras maneras.