Durante décadas, los toros fueron parte inseparable de la feria de Fuentes de Andalucía. No era solo un espectáculo: para muchos, el toro era el animal más bello del mundo, símbolo de identidad y raíz de nuestras fiestas. La plaza portátil se llenaba para ver a los matadores desplegar su arte y el público exigía pureza en el toreo: nada de gestos tremendistas ni riesgos innecesarios. Queríamos toreros de arte, capaces de ceñir al toro a la cintura con el capote, como dictaba la tradición trianera.

Sin embargo, la realidad económica acabó imponiéndose. Entre lo que cuesta contratar a un torero de primer nivel, pagar la ganadería y montar la plaza, la corrida dejó de ser viable. “Hoy, en Fuentes, el toro es más nostalgia que presente”, dicen los veteranos. Mientras localidades como Ricla (Zaragoza) o Almagro (Ciudad Real) —con poblaciones similares— llenan plazas con figuras como Talavante o Morante de la Puebla, en Fuentes la afición fue apagándose. Aquí, los grandes nombres como Joselito, Curro Romero, El Viti o Paco Camino eran sueños inalcanzables; había que conformarse con toreros modestos, pero eso no restaba pasión.

Para el aficionado fontaniego, el toreo empezaba mucho antes de que sonara el clarín. La cita era en las tabernas cercanas a la feria, con olor a café, coñac y tabaco fuerte. Allí se discutía sobre la ganadería de los toros, el lugar que ocupaba cada torero en el ranking y hasta la calidad de los caballos de picar. Algunos preferían ir a la taberna de Paco España para ver llegar a los diestros. En la plaza, cada detalle era un deleite: el albero, el círculo blanco, los burladeros, la salida del toro bravo. Se debatía si era mejor un torero alto y fibroso o uno bajo pero con arte. El paseíllo, el capote, la verónica y la media verónica eran el verdadero espectáculo; la suerte de matar, en cambio, despertaba menos entusiasmo.

En los años 70, el público disfrutó con figuras como los rejoneadores hermanos Peralta o Jaime Ostos. También quedó para la memoria el equipo sanitario de lujo formado por el doctor José Manuel, el practicante Alfonso y don Antonio, cuya profesionalidad salvó más de una vida. En la barra de su taberna, Román “Catalino”, antiguo novillero, reunía a aprendices y curiosos como Julián el Salamanquino, Vicente o Alfonso Fernández de Peñaranda, que de niño soñaba con torear borregos en la calle Lora pero terminó convirtiéndose en un reputado veterinario. Otros nombres forman parte del recuerdo popular: Francisco Nicolasa, considerado el mejor matarife de Fuentes, o Paco Mateo, que resume el sentir de muchos: “Ojalá vinieran figuras de primer nivel, pero eso es soñar. Aquí la gente quiere sombra, no calor en una plaza de toros”.

En Fuentes, el toro no solo estaba en la plaza. El matadero formaba parte del paisaje cotidiano. Desde niños, muchos veían cómo se sacrificaban reses que luego llegaban a la plaza de abastos convertidas en chuletón. En palabras de Paco España, “el que mejor parte la carne en Fuentes es Francisco Nicolasa”. Incluso se cuenta que, en tiempos, el cortijo Escalera tuvo ganadería de bravo, que luego fue sustituida por yeguas procedentes del cortijo de Verdeja.

En los años de mayor esplendor, muchos toreros salieron del campo y de faenas duras como la recogida de algodón. El hambre y la habilidad con el capote llevaron a hombres como Manili, el “Tigre de Cantillana”, a buscar en la plaza un futuro mejor. Ser torero, entonces, era cosa de clase obrera y de gente que sabía lo que era doblar el lomo bajo el sol. Hoy, las corridas en la feria de Fuentes sobreviven solo en las tertulias de bar, donde los viejos aficionados rememoran pases, verónicas y faenas que hicieron historia. El toreo ha muerto aunque siga vivo en la memoria de unos pocos.