En España se respira un ambiente de indignación. La ola ultraderecha que cubre de sombra buena parte del mundo no contribuye precisamente a calmarlo. Lo que se está viendo día tras día en EE.UU. en todos los ámbitos -también en el judicial- es una peligrosa deriva que revela un hecho de suma gravedad: la ruptura de la neutralidad judicial, ejemplarizada en casos como el de la jueza Aileen Cannon -nombrada por Trump- que llegó a frenar una investigación del FBI con un razonamiento jurídicamente insostenible. El Tribunal Supremo, con tres magistrados designados por Trump, ha ampliado la inmunidad presidencial hasta el punto de dejar en suspenso procesos penales de enorme gravedad. Varios tribunales federales, también dominados por jueces afines, han permitido recortes de derechos civiles que, en la práctica, dificultan perseguir judicialmente fenómenos como las cacerías humanas televisadas, que prosperan precisamente en ese clima de debilitamiento institucional. Todo ello forma parte del mismo clima político en el que se inscribe el disparate que acaba de consumar nuestro Tribunal Supremo, completando sin el menor pudor el trabajo del juez instructor, magistrado de probada indulgencia hacia el PP y una severidad fulminante hacia sus adversarios.
Pero nada de esto es nuevo, aunque no son pocos los que se empeñan en proclamar que el lawfare no existe, con la convicción ligera del que afirma que no hay fantasmas. Lo justifican presentando el sistema judicial como una red tan garantista que, según ellos, ninguna injusticia podría escapar, una imagen idealizada que ignora más de media década de titulares sobre conflictos internos, demoras torticeras en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, asociaciones judiciales movidas ante todo por afinidades ideológicas, altos cargos de la judicatura entregados al activismo político, choques por el control del CGPJ a fin de favorecer a los suyos y complicar la vida a los otros, dilataciones tramposas en los procedimientos y actuaciones judiciales estrambóticas con el Tribunal Supremo de perfil, instalado en un corporativismo perverso.
En España existe un modelo ideal de justicia, sí, claro que sí, pero en los manuales, no necesariamente en la práctica. Y las decisiones colegiadas pueden ser una buena solución, pero no están libres de los vicios humanos y aquí la psicología tendría mucho que decir, como también las elocuentes historias de intrigas bien documentadas. Por favor, que no nos tomen por personas tan cándidas. Si no, que le pregunten a la formación Podemos, la mayor víctima en la España democrática del uso estratégico y abusivo de los procedimientos judiciales con fines políticos: han sido archivadas más de veinte querellas, causas o líneas de investigación contra esta formación. Esto no significa que la guerra judicial al final la ganara Podemos. No: el daño se hizo y es irreparable. Podemos y sus dirigentes, tras los trabajos judiciales, han estado bajo el signo de la sospecha repetida, lo cual, como era de prever, ha erosionado su legitimidad ante una parte importante del electorado. Y hubo ganador: las mismas fuerzas políticas que han inspirado al Tribunal Supremo a emitir nada menos que un fallo de culpabilidad contra el fiscal general del Estado sin una sola prueba de cargo. El caso de Podemos recuerda -por la desidia de muchos- el célebre poema atribuido a Bertolt Brecht, en realidad escrito por el pastor luterano Martin Niemöller tras la Segunda Guerra Mundial.

Si a este cuadro le añadimos la implicación directa de personajes tan siniestros como Aznar y Miguel Ángel Rodríguez, ambos sin escrúpulo alguno, lo que se está gestando es una auténtica bomba de relojería que puede estallar el día en que se conozca definitivamente la sentencia contra el fiscal general del Estado. Todos recordamos la respuesta de la ciudadanía española en 2003, cuando más de ocho millones de personas inundaron las calles de todo el país para denunciar la implicación del Gobierno de Aznar en la guerra de Irak, levantada sobre la afirmación falsa de unas armas de destrucción masiva cuya inexistencia era conocida por los propios servicios de inteligencia. Una mentira que sirvió de coartada para una intervención militar que costó cientos de miles de vidas, desestabilizó una región entera y abrió un ciclo de violencia que aún hoy sigue vivo. Ese fue el capítulo internacional de su legado.
Y nadie ha olvidado tampoco la reacción cívica en 2004, cuando millones de españoles, hartos de mentiras y manipulaciones, tomaron las calles en defensa de la verdad frente al intento del Ejecutivo de desviar la atención sobre la masacre del 11-M atribuyéndola falsamente a ETA. Y este sería un ejemplo de su perfil doméstico. Es imposible separar lo que ocurre ahora de la memoria de aquellos episodios infames, y resulta inevitable extraer una conclusión: la ciudadanía española sabe reaccionar cuando percibe que se la pretende tomar por ingenua.
Porque Aznar -inspirador del fallo a través de su antidemocrática proclama “el que pueda hacer, que haga”- acumula varios intentos graves de manipulación, pero dos destacan por su magnitud y por sus consecuencias: por un lado, la gran mentira internacional sobre Irak. Defendió con rotundidad la existencia de armas de destrucción masiva que nunca aparecieron, avaló una guerra ilegal y transmitió este rotundo embuste tanto a la opinión pública como a instituciones europeas e internacionales. Sostuvo un relato que el propio CNI había puesto en duda y lo hizo aun sabiendo que esa narrativa serviría de coartada para una intervención que costó cientos de miles de vidas.
Y por otro, igual de ignominiosa, fue la manipulación interna del 11-M: durante horas decisivas, Aznar presionó y distorsionó la información para mantener viva la tesis de ETA, llegando a trasladarla a directores de medios y a organismos internacionales cuando ya existían indicios sólidos de autoría yihadista. No fue un malentendido: fue un intento consciente de moldear el clima preelectoral y de convertir a su adversario político en sospechoso de connivencia con el terrorismo, con el fin de deslegitimar al rival mediante mentiras y erosionar la confianza pública en las instituciones democráticas. Esa pulsión deslegitimadora -la de cuestionar cualquier gobierno salido de las urnas que no fuera el suyo y la de sembrar dudas sobre la propia democracia- incubada entonces, sigue plenamente activa en la derecha española hasta hoy, y apoyada con jueces afines que han decidido intervenir en la arena política sin ningún pudor.
Y, su antiguo escudero, Miguel Ángel Rodríguez, no se queda atrás: condenado judicialmente por injurias tras acusar falsamente al doctor Luis Montes y a los profesionales del Hospital Severo Ochoa de llevar a cabo “prácticas homicidas”; figura central en el ecosistema mediático de agitación y propaganda; colaborador habitual de tertulias donde difunde medias verdades, insinuaciones y ataques personales; y, desde su cargo de jefe de gabinete, artífice de una maquinaria de comunicación basada en la confrontación permanente, el ataque preventivo y la difusión de mensajes desmentidos en numerosas ocasiones por verificadores independientes. Una trayectoria infame que, lejos de enfriarse, se ha visto reforzada al admitir en sede judicial que difundió una falsedad sobre el fiscal general del Estado, confirmando que su inclinación a la mentira sigue plenamente activa.
Los primeros pinitos del tándem Aznar-MAR tuvieron como resultado la caída de Demetrio Madrid, dejando claro desde el principio que apuntaban alto. Una operación orquestada sobre falsas imputaciones que después se demostraron infundadas y que marcó un antes y un después en el uso de la maquinaria política y mediática para descarrilar adversarios. Para quien no viviera aquella época, conviene recordar que Demetrio Madrid fue el primer presidente democrático de Castilla y León (PSOE), elegido en 1983, y que se vio obligado a dimitir en 1986 cuando fue procesado por un presunto fraude laboral relacionado con una antigua empresa textil, a raíz de una operación impulsada por un entonces emergente José María Aznar y su joven hombre de confianza, Miguel Ángel Rodríguez, que ya empleaban sin disimulo las mismas tácticas de presión, desgaste y manipulación informativa con las que después irrumpirían en la política nacional. Años más tarde, el linchamiento de Demetrio Madrid quedó en evidencia: fue absuelto de todos los cargos, lo que confirmó que su caída había sido precipitada sobre una base judicial endeble y políticamente explosiva.
Esta dimisión provocada por las maniobras turbias de estos dos pájaros abrió la puerta al ascenso de Aznar en Castilla y León, inaugurando una etapa en la que MAR se convirtió en el arquitecto de un nuevo estilo de comunicación política, donde la erosión del rival se elevó a estrategia estructural. La combinación de una presión mediática implacable, cálculo político y utilización miserable de un caso judicial débil para derribar a un adversario se convirtió, con el tiempo, en el manual de operación de toda una etapa posterior. Y décadas después, vemos aquellos barros plenamente madurados en forma de lodos que se extienden por todo el paisaje institucional -incluido el sistema judicial- y encuentran en las redes un terreno aún más fértil para propagarse.
Por eso no sorprende que Aznar haya vuelto a las andadas para mover todos los hilos a su alcance hasta lograr una sentencia condenatoria contra el fiscal general del Estado, apuntando, una vez más, contra la legitimidad del gobierno salido de las urnas. El problema es que esta vez el clima político está tan inflamado que el riesgo de una respuesta ciudadana masiva -de un nuevo 11-S o un nuevo 14-M en defensa de la verdad democrática- es real. Y, en esta coyuntura, cuesta saber si el destrozo de su abyecta traición recae sobre el Gobierno de España, sobre nuestra democracia o sobre la credibilidad del sistema judicial, con la connivencia heroica de esa Sala Segunda que parece empeñada en pasar a la historia por motivos poco edificantes.
En este clima de indignación, y con los antecedentes descritos, han surgido asociaciones de ciudadanos que piden, respetuosamente, la dimisión de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, como la plataforma Defiende tu Derecho, cuyo manifiesto circula ya con amplio respaldo.

