Una casa, cuatro paredes y un tejado, consideramos que son bienes raíces. Una casa y el calor de las personas que la habitan. Una casa y otra y otra, y otra más, forman núcleos, forman pueblos, de esos de los que hay muchos. Podría parecer que los pueblos son prescindibles. Un día, el gobierno decide hacer una presa y hunde en el olvido la historia de muchas gentes. De algunos sólo sabemos de ellos cuando llega la sequía y emerge de las profundidades el campanario para recordarnos que ahí hubo vidas, que hubo muertes.
La desaparición excepcional de un pueblo por ahogamiento, por el bien de la humanidad, me recuerda la lenta agonía de otros muchos. Los que van perdiendo población casi sin enterarse, inevitablemente, como si hubiera una ley natural que así lo dictase. Cada vez hay menos jóvenes, cada vez menos niños, cada vez más son más los viejos, cada vez más las ancianas, hasta llegar al vacío.
Son las microsociedades rurales las que forjaron imperios a golpe de azada. Fue el tacto suave de lugareñas el que hacía que manara leche y miel, la fuerza de hombres de hierro la que le arrancaba papas al suelo, trigo al secano. Los surcos de la tierra, dibujados en sus rostros morenos, delatan el titánico esfuerzo. Grandes terrenos verdes se extienden hasta donde alcanzan los satélites. Algún contable pensará que el verdor sale solo, que esa es una consecuencia natural, que son jardines silvestres lo que se ve en Google Earth. Para muchos pijos urbanitas, el campo es el espacio vacío que queda entre las ciudades. No tiene valor -salvo el contante y sonante- ni lo que es en sí, ni lo que fue, ni lo que produce, ni lo que siente. Con que haya comida envuelta en plástico en el súper… No saben que todos somos aldeanos, que nuestro municipio se convirtió en ciudad gracias a las gentes venidas de otros con menos éxito. Es el campo el que amamanta a las ciudades, como Luperca amantó a Rómulo y Remo.
Ellos, los pueblerinos, saben que los regadíos de la Campiña, los bancales de las Alpujarras, los viñedos de Jerez o los inmensos bosques de olivos, platean las sienes de nuestra tierra, que como ellos es vieja y por lo tanto sabia. Pero la tierra desatenta, privada y ajena les daba jornales de miseria, migajas del señorito. Algunos se marcharon, desangrando el territorio, para mayor gloria de las ruidosas y triunfantes urbes. Todos, los que se fueron y los que se quedaron en el pueblo, doblaron tanto el lomo, tanto madrugaron y tanto les quemó el sol, que levantaron sus casas y les dieron estudios a sus hijos. Construyeron lejos, casi sin saberlo, un mundo mejor, urbano y culto, sofisticado y oficinista. Una nueva generación que no tiene los pies manchados de barro, que no sabe a qué huele el estiércol, tomó el control. Quizá por eso muchos pueblos del interior agonizan, se van muriendo ante la indiferencia de sus descendientes urbanos. A este paso acabaremos morando todos en ciudades superpobladas rodeadas de desiertos abandonados a su muerte.
Por eso, cuando veo a supervivientes de una época que se extingue, de un mundo rural que se asfixia, sin el que nada es posible, pienso que son bienes culturales en sí mismos, los guardianes de nuestra memoria. Los auténticos “bienes raíces”. Las raíces se hunden en la tierra, amarrándonos a ella, nos llaman con una voz ancestral. Ellos, los “paletos”, “garrulos”, “catetos”, son el patrimonio y no las casas que con tanto afán levantaron. Ellos y no las ciudades que costearon, ni las fortunas que ayudaron a ganar, en muchos casos, a piratas sin escrúpulos.
Miro sus sonrisas de vencedores de lo imposible, con el palillo en la boca, con la mirada limpia, con el cayado en la mano. Me veo a mí y a mis raíces rurales, yo también desciendo de humildes pueblerinos. También existo gracias a la agricultura y la ganadería.
Como todo el mundo.