En este artículo hablo desde mi condición de profesor de filosofía. No hablo en calidad de técnico, ni como portavoz de ninguna plataforma. Lo hago desde el oficio que ejerzo cada día en las aulas: el de pensar, ordenar y dar forma comprensible a problemas complejos. En este caso, desde la filosofía del derecho y la filosofía política. Lo haré como en clase: con ánimo didáctico, con vocación de claridad, y sobre todo con la conciencia de que el papel del filósofo en democracia no es dictar dogmas, sino abrir caminos. Trataré de desbrozar un problema complejo, guiando la reflexión a través de preguntas que vayan despejando el bosque de argumentos cruzados y tensiones políticas en torno a la construcción de una planta de biometano en nuestro pueblo.

Alguien podría preguntarse si, como autor de este artículo, parto de una postura ya formada. Mi intención es, al menos en un primer momento, mantenerla en suspenso. Pero tampoco tengo reparo en levantar el telón: aunque me inclino más por un modelo basado en el diseño de productos duraderos y fácilmente reciclables  -antes que por la llamada economía circular, que a menudo funciona como un parche más que como una solución estructural- y en todo caso, a falta de pan, bien están las tortas. Eso sí: solo si no se trata de una economía circular retórica, invocada para legitimar proyectos sin evaluación rigurosa de su sostenibilidad social o ambiental. Y menos aún si sus impactos (en forma de tráfico, olores o tensiones territoriales) rompen el principio de una circularidad justa.

En esta línea crítica, comparto la propuesta de Alicia Valero, ingeniera química, catedrática de la Universidad de Zaragoza y directora del Grupo de Ecología Industrial en el Instituto CIRCE (ver entrevista completa en Arpa Talks). Valero reconoce el valor estratégico de la economía circular frente al modelo lineal, pero advierte que se trata de un concepto “ilusorio pero necesario”. Desde una perspectiva termodinámica, señala que los procesos industriales son irreversibles por naturaleza, lo que hace que la recuperación total de materiales sea costosa en términos energéticos y, a menudo, inviable.

Por eso propone una imagen más ajustada: la de una economía en espiral. Cada vuelta del ciclo implica una pérdida de calidad y una degradación adicional. Su propuesta pone el foco en la necesidad de apostar por productos duraderos, reciclables y un consumo responsable. En definitiva, para Valero -y también para mí- la economía circular debe dejar de ser un eslogan cómodo y convertirse en un compromiso técnico, político y ético con los límites físicos del planeta.

Para pensar este caso -y no limitarse a opinar- conviene comenzar por formular con precisión de qué estamos hablando. ¿Se trata de un conflicto técnico, económico o medioambiental? ¿O más bien de una controversia política y democrática? ¿Estamos discutiendo los riesgos de la planta o, más profundamente, el modo en que se ha gestionado su aprobación? Mi propósito en este texto no es evaluar los pros y contras de un modelo energético ni analizar en detalle los aspectos técnicos, económicos o medioambientales del proyecto. Tampoco se centra el foco en los riesgos concretos de la planta. Lo que aquí importa es otra cosa: una reflexión sobre cómo entendemos la democracia, la legitimidad y la responsabilidad en la toma de decisiones públicas.

Desde ahí, surgen preguntas ineludibles: ¿Qué papel juega un programa de gobierno en una democracia madura? ¿Cómo deben afrontarse las decisiones no previstas cuando afectan directamente a la ciudadanía? ¿Qué ocurre cuando un gobierno local adopta una medida que provoca una reacción social intensa? ¿Ha estado realmente informada la población en este caso? ¿Ha existido transparencia y deliberación? ¿Qué tipo de decisiones exigen una implicación ciudadana más directa? Y, en última instancia, ¿qué se espera de un ayuntamiento democrático cuando quienes gobiernan escuchan a una ciudadanía movilizada que reclama tener la última palabra?
No todas las decisiones tienen el mismo calado ni requieren el mismo nivel de implicación ciudadana. Pero cuando una medida, como la implantación de una planta industrial, tiene efectos notables sobre la vida cotidiana, el paisaje, la economía y el bienestar, conviene reflexionar sobre el modo en que se ha tomado. ¿Qué principio debe primar en estos casos: el de legalidad administrativa o el de legitimidad democrática?

La legalidad puede cumplirse con corrección formal -permisos, trámites, procedimientos- pero eso no implica que una decisión sea legítima desde el punto de vista democrático. La legitimidad, en términos filosóficos, se apoya en la participación real de la ciudadanía, en la deliberación pública, en la toma colectiva y argumentada de decisiones. En este sentido, conviene recordar las ideas de Hannah Arendt, quien afirmaba que la política se funda en la acción concertada entre iguales, y que lo propiamente político nace cuando los ciudadanos aparecen juntos para deliberar y actuar. La decisión sin deliberación no es política, es solo gestión; y la gestión sin participación puede acabar erosionando la confianza democrática.

Por su parte, Jürgen Habermas insiste en que la legitimidad democrática no se agota en el acto electoral, sino que debe renovarse en procesos deliberativos constantes. Una decisión puede ser legal, pero ilegítima si no ha contado con el debido proceso participativo. Y esto nos lleva a una cuestión clave: ¿cómo se mide la legitimidad de una decisión en democracia? ¿Qué peso tiene la movilización ciudadana? ¿Qué margen tiene un gobierno local para rectificar cuando la ciudadanía reacciona? En el caso que nos ocupa, no estamos ante una mera divergencia de opiniones. Lo que vemos es una respuesta activa, sostenida y bien argumentada por una parte significativa de la población. Hay movilizaciones, charlas informativas, recogida de firmas, una manifestación convocada. La ciudadanía ha tomado la palabra, y eso cambia el escenario político. Debemos entonces formular otras preguntas: ¿Cómo responde un gobierno democrático ante este tipo de situaciones? ¿Tiene sentido continuar con un proyecto cuando la contestación ciudadana es tan clara y contundente? ¿No sería más coherente detener el proceso y abrir una deliberación real, con información clara, debates públicos y toma de decisiones compartida?

Sabemos que las decisiones políticas no se toman en el vacío. Hay intereses empresariales, presiones temporales, necesidades económicas. Pero si un gobierno democrático inicia una acción de impacto sin contar con la ciudadanía, está obligado -cuando esta responde de forma clara- a parar, escuchar y reordenar el proceso. Esto no es una rendición, sino un acto de responsabilidad democrática. La política no es el arte de llegar como sea, sino el arte de llegar con los demás. Como profesor de filosofía, me atrevo a decir que una democracia viva no teme el disenso, lo convoca. En este punto, no puedo evitar recordar a mi profesor Javier Muguerza, con quien tuve el privilegio de formarme. Él defendía con pasión la necesidad de una filosofía en disenso, capaz de enfrentarse a los discursos cerrados y las verdades institucionalizadas.

Para Muguerza, la democracia no se sostiene eliminando el conflicto, sino manteniéndose abierta al cuestionamiento, al desacuerdo razonado, a la crítica que incomoda, pero construye. Una ciudadanía que se moviliza y alza la voz no debilita las instituciones: les recuerda que su legitimidad solo se renueva cuando escuchan y dialogan con ese juicio público en movimiento. En momentos como este, el verdadero liderazgo no consiste en seguir adelante con lo planeado, sino en tener la valentía de abrir el proceso a la deliberación colectiva. Y aquí aparece una cuestión que conviene abordar con más detenimiento: ¿qué herramientas ofrece nuestro ordenamiento jurídico para canalizar este tipo de conflictos? ¿Puede realizarse una consulta popular local? ¿Qué condiciones deben cumplirse para ello?

El marco normativo español contempla esta posibilidad. Según el artículo 71 de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local, los ayuntamientos pueden convocar consultas populares en asuntos de competencia propia que sean de especial relevancia para los intereses de los vecinos. Requieren autorización del Gobierno de la nación, pero el procedimiento está contemplado legalmente. En Andalucía existe una ley autonómica (Ley 7/2017, de Participación Ciudadana) que regula y facilita las consultas locales. Aunque la autorización final depende del Gobierno central, esta norma permite iniciar el proceso con mayor claridad y legitimidad. Además, abre la puerta a mecanismos consultivos más ágiles sin necesidad de referéndum. No estamos, por tanto, ante una quimera. Aunque estos mecanismos existen legalmente, su aplicación efectiva sigue siendo una excepción. No por dificultades jurídicas, sino por una cultura política que reduce la democracia a lo representativo, ligado a las urnas cada cuatro años. La democracia deliberativa o participativa sigue siendo débilmente institucionalizada.

Respecto a los ejemplos concretos, cabe señalar tres casos relevantes: Alcázar de San Juan (Ciudad Real): en 2014 se organizó una consulta popular sobre la remunicipalización del servicio de aguas. La ciudadanía se movilizó y votó mayoritariamente a favor de mantener el servicio en manos públicas. Aunque la consulta no fue vinculante, tuvo un fuerte impacto político. Medina Sidonia (Cádiz): en 2004 el ayuntamiento impulsó una consulta sobre la privatización del servicio de agua. También aquí la participación fue alta y el resultado, contrario a la privatización, reforzó la decisión política de mantener la gestión pública. Arbúcies (Girona): ha sido pionera en consultas locales desde hace décadas, aplicándolas para decisiones urbanísticas, energéticas o patrimoniales. En 2004 se consultó sobre la construcción de una línea de alta tensión.

Estos casos muestran que, aunque el procedimiento administrativo puede resultar complejo (especialmente cuando requiere autorización del Gobierno central) el efecto político es claro: cuando la ciudadanía se expresa de forma rotunda, se genera una obligación moral y política de escuchar. Una consulta popular puede ser incluso más democrática que la inclusión del asunto en un programa de gobierno. ¿Por qué? Porque quien decide en una consulta lo hace de forma directa, centrado exclusivamente en esa cuestión concreta, sin verse condicionado por simpatías ideológicas generales ni por otras preferencias sectoriales. No vota a un paquete de medidas ni a una sigla, sino a una decisión específica que afecta a su vida cotidiana.

Se trata, por tanto, de un ejercicio de democracia deliberativa más puro, donde el juicio ciudadano puede aflorar con mayor nitidez. Y por eso resulta el instrumento más legítimo en contextos que exigen una respuesta democrática excepcional. Y es aquí donde la filosofía del derecho debe alzar de nuevo la ceja y formular preguntas pertinentes: ¿Dónde queda la deliberación democrática? ¿Y si la ciudadanía reacciona con una movilización clara y sostenida, cómo debe proceder un gobierno local que se presume democrático? ¿Es suficiente la democracia representativa?

Para responder con rigor, conviene preguntarse algo más elemental: ¿estamos acaso ante un hecho corriente, administrativo, sin mayor complejidad? A primera vista, podría parecer que se trata simplemente de una nueva planta industrial, una más en el engranaje del desarrollo local. Pero no es así. Lo cierto es que instalar una planta de biometano no es una medida ordinaria, ni por su escala técnica, ni por su impacto medioambiental, ni por las implicaciones sociales que acarrea. Tampoco lo es si atendemos a cómo ha sido recibida en otros lugares: este tipo de proyectos ha generado controversias intensas en numerosos municipios donde se intentó implantar sin la debida deliberación pública. De hecho, voces expertas de reconocido prestigio han alertado sobre riesgos asociados a estas instalaciones, tanto en lo ambiental como en lo económico, especialmente cuando se proyectan cerca de núcleos habitados o sin contar con el consenso vecinal.

Por tanto, la situación que vivimos no puede calificarse de rutinaria. Y no solo por la naturaleza del proyecto, sino -y sobre todo- por la intensidad de la reacción ciudadana que ha generado. Esa reacción no es un fenómeno caprichoso ni aislado: forma parte de un patrón democrático de respuesta cuando una parte significativa de la población percibe que no ha sido debidamente escuchada. Esto es lo que convierte el hecho en extraordinario. Y un hecho extraordinario -como enseñamos en filosofía del derecho- exige, en ocasiones, una medida igualmente excepcional, si se quiere evitar un daño mayor: abrir un proceso participativo real que permita reconstruir la legitimidad de la decisión tomada.

Aunque el proyecto de la planta de biometano en Fuentes de Andalucía ha incorporado medidas para minimizar su impacto -como una ubicación estratégica, tecnologías punteras para el tratamiento de residuos, estudios de impacto ambiental favorables y ciertos mecanismos de participación ciudadana- la contestación social ha sido fuerte y sostenida. ¿Por qué? Porque, aunque sobre el papel todo parezca en orden -sin letra pequeña- existe lo que podríamos llamar una “letra implícita”, esa que no se escribe en los documentos técnicos, pero que se percibe en la vida cotidiana de la gente.

Esa letra implícita incluye varias claves que ayudan a entender por qué esta oposición ciudadana no es ni improvisada ni baladí. Muchas personas no confían en que las promesas técnicas se cumplan como se anuncian, especialmente cuando hay experiencias previas en las que lo supuestamente inocuo resultó problemático. El “aquí no va a pasar” suena demasiado a déjà vu. Además, incluso si los informes afirman que no habrá olores ni ruidos significativos, la población puede tener otra percepción, avalada por lo vivido en municipios donde instalaciones similares sí afectaron a la vida diaria. En estos casos, la percepción pesa tanto como el dato técnico, porque lo que está en juego no es solo la sostenibilidad del planeta, sino la del vecindario.

Tampoco ha convencido el relato sobre la participación ciudadana. Muchas voces sostienen que la decisión de implantar la planta se tomó sin un proceso deliberativo real, y que las reuniones informativas llegaron cuando todo estaba ya decidido. Eso no se percibe como participación, sino como una justificación a posteriori. Y conviene subrayarlo: no es un detalle menor. A ello se suma una percepción más profunda: lo que se presenta como progreso, empleo y sostenibilidad, se vive desde el vecindario como una cesión del territorio rural a intereses externos. El beneficio se externaliza; el riesgo se queda. Lo que en los despachos se dibuja como símbolo de futuro, en las calles se percibe como amenaza al presente. Y entonces surge una pregunta que a ningún demócrata debe incomodar: ¿qué entendemos realmente por progreso? Y aun si el proyecto ofreciera ventajas claras -que sin duda puede tener- hay una pregunta que emerge con fuerza: ¿no debería la ciudadanía tener la última palabra sobre algo que afecta directamente a su entorno? Porque, más allá del paternalismo con el que a veces se explican las decisiones, hay un deseo legítimo de ser parte activa: de participar no solo como público informado, sino como sujeto deliberante.

¿Es suficiente que una decisión así esté en el programa de un partido? ¿O no sería más justo preguntarlo de forma directa? Como advertía John Stuart Mill, “el despotismo ilustrado es todavía despotismo, aunque venga acompañado de las mejores intenciones”. Que quienes gobiernan crean saber lo que conviene no justifica excluir a la ciudadanía del proceso deliberativo. Lo que está en juego no es solo el qué, sino el cómo se decide.

Y es aquí donde conviene traer a colación una idea clave que ha defendido Pierre Rosanvallon, uno de los teóricos más lúcidos sobre las nuevas formas de democracia en el siglo XXI. Según él, la democracia no se agota en votar cada cierto tiempo, sino que se extiende en una “democracia de vigilancia”, en la que la ciudadanía activa, informada y movilizada cumple un papel esencial para corregir el rumbo del poder cuando este se aleja del interés común.

Desde esta perspectiva, la movilización ciudadana no es un problema, sino una expresión extraordinaria del juicio colectivo, que exige ser atendida con mecanismos también extraordinarios. No es ruido: es una forma de inteligencia democrática. Cuando la ciudadanía se organiza, se informa y se expresa con claridad, la democracia no solo lo permite: lo necesita. En estos casos, más que cerrar filas en torno a decisiones ya tomadas, lo razonable sería abrir procesos nuevos: someter el proyecto a revisión, establecer garantías reforzadas de transparencia y deliberación, crear espacios institucionales que escuchen y reformulen. Nuestra democracia dispone de herramientas para ello. Lo que falta, a menudo, es la voluntad política de activar esas medidas excepcionales que permiten someter los proyectos controvertidos al juicio activo de la ciudadanía.

No se trata de paralizar por principio, sino de volver a abrir la conversación. Porque el representante político lo es en la medida en que representa, y siempre que haya duda razonable sobre si realmente se está representando al verdadero soberano -el pueblo- existen mecanismos democráticos para escuchar de nuevo su voz. La filosofía del derecho no aporta soluciones técnicas, pero sí mantiene vivas las preguntas que garantizan la integridad democrática del proceso. Y la que emerge en este momento con más fuerza es esta: ¿queremos una democracia que funcione solo cada cuatro años, o una que respire en el día a día, que escuche, corrija y sepa rectificar a tiempo? Porque si no sabemos responder a tiempo, otros -empresas, intereses ajenos, inercia- lo harán por nosotros. Y entonces ya no estaremos gobernando: estaremos siendo gobernados.