El habla es una hermosa cualidad, pero expresar con palabras lo que se piensa y siente no es fácil. Las palabras le dan forma razonada a las ideas, por eso el lenguaje es probablemente el mejor invento de la historia de la humanidad. Cada cultura ha desarrollado su propio código de señales. Existen en el mundo aproximadamente 7.100 idiomas todavía. Digo todavía, porque a muchos les pasa como a la selva amazónica o a los quioscos de prensa, están condenados a la extinción.
Todos venimos con la cualidad del habla de serie, pero articular vocablos inteligibles y/o inteligentes es otra cosa. Transformar conceptos en palabras es fácil, como afirmaba Cela “se cogen las 27 letras del abecedario y se combinan hábilmente”, que tengan sentido no tanto. Siempre han existido brillantes locuaces y gafes “bocacabras”, predicadores de Hyde Park y marmolillos. Unos tienen oído musical, muchos tienen orejas. Todos miran, pocos ven.
Del gran orador Demóstenes se cuenta que para dominar el arte de la retórica se metía piedras en la boca apaciguando así su tartamudez. Aunque esa técnica no le funcionó al balbuceante rey Jorge VI, para dar ardientes discursos por la radio en la Segunda Guerra Mundial. Todo está perdido, pensaron los japoneses al oír por primera vez la divina voz de Hirohito. Hitler seducía lanzando palabras como dagas, cargadas de mala leche y teatralidad. ¿Qué más da que todo fuese mentira?
Ha habido grandes oradores en la historia de España, Emilio Castelar como buen gaditano tenía una labia proverbial. En Cádiz, en Andalucía en general, se vive, se habla mucho en la calle. No se puede hablar con buen juicio si no se tiene práctica. Pero la elocuencia se mide más en la calidad que en la cantidad. Recuerdo a un tipo que se tiraba todo el día con un pie metido en una palangana, hablando sin parar de los milagrosos efectos de los polvos mágicos que vendía. Esto de pensar y hablar con propiedad nunca ha estado bien visto. “Hay gente pa tó” le dijo Rafael “El Gallo” a Ortega y Gasset cuando se enteró de que era filósofo.
Hay varios tipos de conversadores y platicones. Por un lado están los que se ven obligados a decir algo, aunque sean obviedades. Más vale estar callado y parecer estúpido, que hablar y demostrarlo. Ya lo dijo Manuel Azaña, “Si los españoles habláramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar”. También están aquellos que siempre han de estar comprobando si su brillante discurso se entiende, así que tras cada frase comprueban si “¿entiendes?” o “¿sabes qué te digo?”, algunos de tanto repetir la muletilla acaban comprimiéndola diciendo “¿prendes?” o “¿saes?”. Otros no están seguros de nada y buscan la aprobación inmediata, por eso preguntan insistentemente “¿no?”, “¿eh?”.
En estos tiempos de bajo coste proliferan los periodistas vagos, los que temen herniarse escribiendo crónicas de todo un minuto para la tele, la radio o las redes y construyen su micro crónica sólo con frases hechas y lugares comunes. Otros, los llamados creadores de contenidos, directamente se expresan en un spanglish tan impreciso y antiestético como estúpido. El lenguaje se va empobreciendo por momentos, la flojera mental está de moda, al mismo tiempo que arrasa la redundancia. Es como si los mecánicos sólo usaran unos alicates para todo.
Los políticos deberían convencer con su argumentación precisa, pero el nivel de sus señorías baja una legislatura tras otra. No se saben explicar o no tienen nada que explicar, nada que ofrecerle a la sociedad que vaya más allá de adherirse al sillón y no soltarlo. Para conseguirlo, algunos lanzan frases compatibles con Tweeter, diseñadas para ser entendidas por individuos “unineuronales”; a Figaredo, Tellado y otros charlatanes me remito. Con ese nivel de exigencia tan pequeño, los bulos se venden como rosquillas.
Los lapsos lingüísticos son tan humanos como las personas que los cometemos. Recordemos a Chaves y la dislexia que lo caracterizaba, hablando de los ”minolles”; el error de Verónica Martínez mentando a “Frigodedo”. Pero el maestro de la lengua de trapo, sin duda, es Mariano Rajoy: "Es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”. Nadie sabe qué quiso decir, pero sus seguidores se hartaron de aplaudir. Qué más da lo que diga ¡Bravo, bravo!
Feijóo quizá esté en primero de facundia o tal vez sea un inmigrante del planeta Klingon. Su enigmática frase “Anotop at”, ha sembrado la duda sobre su procedencia gallega. Esto supera con mucho a “las chistorras” de Koldo, “la piñata” de Almería, el “sueldo en diferido” de Cospedal y hasta el “no hija, no” de Antonio Ozores, en materia de encriptaciones. Ya sea en idioma klingon o en cristiano, lo importante es que se hable con sentido común y no se propongan problemas a las soluciones.
Hay gente que no se equivoca, es que no da más de sí.

