Si nos atenemos al título de este artículo, esto igual podría ser el resultado de la fusión de Boccata y Pans & Company, que de comerse un bocata en compañía inusual. Es lo segundo. Un lunes cualquiera, sobre las dos del mediodía, me acerqué hasta el Decatlón de Tarrasa sin ningún objetivo determinado. Sólo con el fin de mirar si encontraba alguna ganga insólita, sin tener más argumentos a favor de esta actitud que el hecho de (a) disponer de una modesta cantidad -3 o 4 euros- para gastar irresponsablemente sin ningún cargo de conciencia; (b) la vana y loca esperanza de que en algún país lejano hayan descubierto la llave de la felicidad y, no sabiendo qué hacer con ella, se la vendieran a nuestros avispados comerciantes que, a su vez, encargarían un montón de miles de réplicas porque están convencidos de que la llave no abrirá ninguna puerta, pero hace bonito y la pondrían a la venta por una cantidad irrisoria; (c) la piedra filosofal.

La visita resultó infructuosa. Antes casi siempre compraba algo, pero ahora la mayoría de las incursiones tienen un resultado decepcionante. O los grandes almacenes han perdido poder de seducción o yo estoy superando la etapa de comprador compulsivo. Personalmente creo que es cosa del euro. En vista del fracaso, salí del establecimiento y, al atravesar el parking, casi vacío por la hora y el día, oí los comentarios que se hacían mutuamente dos individuos que también habían visto frustradas sus esperanzas de encontrar el Santo Grial en los anaqueles del establecimiento. -Ya se sabe, en estos sitios todo son artículos fabricados en serie, en China o en Taiwán, nada original ni artesano- Tienes razón, ya nada es como antes. Lo cierto es que daban de lleno en el clavo, cuya punta ya empezaba a cosquillear el pie a través de las no muy gruesas suelas de los zapatos de los españoles. Gracias al euro, ya nada volvería a ser como antes. Estaba por ver si mejor o peor.

Atravesando la carretera me dirigí a eso que hoy conocemos como una zona comercial y de recreo, con sus multicines, frankfurts, macdonalds, boccatas, pans and company, grandes almacenes y otros. Aunque no había nadie, la mayoría de los establecimientos permanecían abiertos, con música estridente, letreros luminosos y otros recursos propagandísticos destinados a la captación de un público inexistente. El cielo era de un gris atormentadísimo y el levante soplaba racheado y violento sacudiendo con fuerza una escuálida, única y enfermiza palmera, que para más INRI tenía claveteado en el tronco, en sentido transversal y a una altura aproximada de un metro y medio del suelo, un grueso listón que aún conservaba restos de propaganda de pasadas campañas electorales.

Al parecer, el solitario ejemplar era el único superviviente de las catorce o quince, a juzgar por los agujeros vacíos, que debió haber en su día, situadas a banda y banda de un corto paseo que discurría en medio de aquel engendro de formas y colores. Absorto en la contemplación de aquella parafernalia, realzada por el hecho de que no transitase alma viviente, encontré que el conjunto tenía un horror no exento de atractivo, algo así como lo que cuentan de los agujeros negros. Realmente, enganchaba.

En uno de aquellos tugurios compré un bocata de salchichón y un agua. Tres Euros.
-¿Para comer aquí?, me preguntó el dependiente.
-No, me lo llevo.

Me dirigí hacia el único banco que había en el fantasmal paseo, de diseño tal que en aquel día y en aquel lugar realzaba la impresión surrealista. Yo debía de tener una cara muy extraña, ya que cuando iba a sentarme, entremezclada con los crujidos que el levante arrancaba a las tablas de aquella original muestra de mueble urbano, superviviente como la palmera, de sepa usted qué cataclismos, creí percibir los inconfundibles matices de una voz, que desde el lugar más remoto e inalcanzable de mi mismo me susurraba al oído.

-Pareces cansado.
-Pesa sobre mis hombros toda la violencia del mundo, me auto-contesté en tono un tanto melodramático. Ni que decir tiene que si parado me quedé al oír un comentario sobre mi estado físico, por parte de fuentes difícilmente localizables e identificables, fue mi propia respuesta la que me dejó verdaderamente perplejo. Por fortuna recordé que hacía poco había leído un párrafo de un famoso psiquiatra que aseguraba que el loco que se percata de su locura tampoco está tan loco, al fin y al cabo. No había, pues, nada de qué preocuparse.

El levante redobló su fuerza y, ante mi indecisión, me animó con voz airada a dar el siguiente paso: siéntate entonces y descansa y al marchar puedes dejarme a mi una parte de tu carga, que yo me encargaré de diluir entre las tempestades y aguaceros que barren las costas. Oscureceré la luz de los providenciales faros para hacer que zozobren los navíos de los poderosos. La propuesta, solo por incluir la remota y eventual zozobra de algún navío de los poderosos, me pareció digna de tener en cuenta y me senté.

Cuando me disponía a meter mano al bocata lo vi venir y de forma instintiva se me escapó un "¡coño, éste me va a amargar la comida!". Éste era un indigente, o al menos así los llamaban antes. Ahora sería un marginado social. Yo me prometía un “menage a trois”, tirando muy largo a “quatre”, que auguraba ser de lo más interesante por la clara predominancia del elemento irracional, con el viento, el  banco y la palmera. Llegué a constatar entre nosotros una corriente de esoterismo tan elevado que no dudaba de que si algún aventurado azar desviaba la inevitable trayectoria del excluido social, pongo por caso, se lo llevara el viento en uno de sus furiosos arrebatos, en cuestión de minutos habríamos llegado a un punto teórico de complicado retorno, sirva de ejemplo la perfecta cuadratura del círculo.

La última vez que me pasó tuve que destrozarme las neuronas para hacerle entender al gerente-amo que a pesar de no estar físicamente a más de trescientos metros del trabajo, concretamente en el bar Los Cisnes, me sería totalmente imposible volver al curre por lo menos hasta el día siguiente. Suerte que Fidel, mi compañero de trabajo, un crack donde los haya, me echaba un cable en estos trances y con mucha paciencia le explicaba al obtuso cacique que yo no podría venir en toda la tarde porque me encontraba en un lugar teórico, que no físico, algo parecido a aquel almacén fantasma que creamos en el ordenador para que todas las neveras que usted distrae del almacén para regalar a sus parientes y amigos continúen figurando en inventario y cuyo retorno físico sólo puede contemplarse como evento remotamente posible pero no fijable en las coordenadas espacio-tiempo.

El otro tragaba porque, aunque no tenía ni idea de física cuántica, relatividad o universos paralelos, conocía al dedillo la teoría del caos, la del río revuelto y la del cuadre por aproximación a la baja. Fidel sabía emplear en cada momento la didáctica más adecuada al caso. Pero la fatalidad existe y se manifestaba en forma de vagabundo incordioso. Vi claramente que la cosa degeneraría sin remedio en un pentágono irregular y, por la pinta que tenía el colega, llegué a la rápida conclusión de que, si dios no se oponía y el aguacero que las nubes anunciaban nos concedía el suficiente tiempo, acabaríamos encontrando la quintaesencia universal. No hay mal que por bien no venga.

Se acercó y se sentó, dejando entre los dos una distancia algo superior a un salto de pulga. Me miró y sin prólogos ni preámbulos empezó a recitar a un invisible auditorio con voz alta y bastante ronca, supuse que por las noches al raso:
"-Qué fue de tanto galán
qué fue de tanta invención
Compadre quiero cambiar
mi caballo por su casa
mi montura por su espejo
mi cuchillo por su manta".
Le cogí el hilo.
"-Si yo pudiera mocito
este trato se cerraba
pero yo ya no soy yo"
Él, lo retomó.
"-Ser o no ser, este es el dilema
¿Qué es morir?
Y si muero qué es la vida
por perdida ya la di".

-Saliéndome del ovillo le dije "eh, eh, que te vas de las Urdes a las Batuecas. Y por qué has venido a sentarte aquí con todo el sitio que hay por ahí".

Me echó una mirada llena de resentimiento, pensando seguramente "otro que no entiende nada, pero sé, este tiene que entender, es de los que hablan con el viento, el banco y la palmera y vete tú a saber con qué más habla". Adoptando una actitud de infinita paciencia, contestó con retintín "ya lo sé listillo, ya lo sé, pero lo que yo hago no es recitar las obras de un poeta determinado, sino ponerlos en contacto, CONTACTOOOO, comprendes. A veces conecto los muertos con los vivos, artistas se entiende, siempre artistas, ¡y se dicen cada cosa! Yo puedo hacer milagros en esto de los contactos, a ver ¿quieres que te monte una mesa redonda con Nerón, Velázquez, Pablo Picasso y la Pantoja?.

-Déjame de hostias, si lo que tienes es hambre puedes decirlo de forma menos pintoresca.
-Tengo hambre y sed, de justicia.
-Con la iglesia hemos topado. Por el módico precio de tres euros puedes calmar el hambre de comida y la sed de agua, coca-cola o alguna otra mierda enlatada, pero eso de la justicia es un producto muy caro, casi como el foie-gras auténtico, no está al alcance de mi bolsillo. Si no tienes tres euros, yo te los dejo.
-No, gracias, dijo levantándose para irse, creo que me he equivocado de banco.
-¿Estas seguro?
-La verdad es que no lo sé, dijo volviendo a sentarse. No había ningún otro banco.
-Ten. Cogió los tres euros, fue al mismo sitio que yo y se compró un bocata y un agua y volvió a sentarse.

Yo ataqué mi bocadillo sin contemplaciones. Él, desenvolvió el suyo, mordisqueó un poco y lo volvió a dejar sobre al asiento. Después cogió la botella de agua y, sin abrirla, se puso a manosearla moviendo la cabeza negativamente. Al final, dirigiendo la mirada al cielo, dijo aquello de: "señor, si es posible haz pasar de mi este cáliz, mas no se haga mi voluntad sino la de este maromo que es el que podría darme seis euros para una botella de tinto, pero debe ser un abstemio de mierda y quiere contagiarme a mi también de su mal".

Volvió a dejar la botella intacta sobre el asiento y, haciendo ver que miraba un reloj imaginario, dijo con tono lánguido "las tres, a esta hora más o menos expiró Jesucristo en la cruz y a esta misma hora, dos mil años más tarde, este fariseo tiene la desfachatez de hacerme comer con agua".

Se fue hasta la cercana palmera y, aprovechando el listón clavado en el tronco, puso los brazos en cruz y declamó en voz alta aquello otro de: "padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu". Luego, cerrando los ojos, inclinó la cabeza y expiró. Dejó caer la cabeza hacia un lado y se quedó inmóvil. Lo hacía de puta madre, ni Mel Gibson en la película de la pasión. Suerte que no hay nadie por los alrededores, pensé.

Aparentando indiferencia, seguí comiendo mientras repasaba mentalmente un artículo leído hacía poco sobre el rendimiento económico de la mendicidad. De los datos que allí se barajaban llegué a la conclusión de que una estatua viviente de esas que hay por las Ramblas, necesitaba un promedio de ocho horas de exhibición para conseguir seis euros, así que me dije "tío tienes para rato". Tuvo suerte, ya que una racha de viento especialmente violenta le alborotó la sucia melena que le tapaba media cara y esto, acompañado de un rayo de sol ocasional que incidió directamente sobre la palmera que le servía de cruz, puso de relieve una fisonomía sufriente e hiriente que me removió las entretelas.

En un derroche de cinismo y refiriéndome a su extraña indumentaria le dije "oye ¿quién te viste, Vogue o Givenchi?. No, no me lo digas, debe de ser todo un consorcio de modistos parisienses, ya que vas lo que se dice de veintiún botones". Como ignoró el comentario olímpicamente, hice una bolita con el papel del bocadillo y, afinando la puntería -con n y sin n- le impacté con ella en medio del careto mientras le decía "venga, ecce homo bájate de la cruz que ya es la hora del té. Ten diez euros y te vas a buscar la botella de tinto y otro de salchichón para mí. El espectáculo me ha dado hambre, sabes". Ah, y a partir de este momento nada de fariseo, para ti soy el “buen samaritano”, ¿ta claro?. Cuando estaba a medio camino le grité "oye, estoy seguro de que hay vinos mucho más baratos. Yo también, me contestó. El cabrón tenía el morro fino.

Volvió en un decir Jesús. La botella venía a medio descorchar pero intacta, la puso en el banco, en medio de los dos y, sujetándola fuertemente por el cuello dijo "encuentro justo que el pagano coma el doble, pero el cristiano debe beber primero, ya que es el único que puede operar la verdadera transmutación". Viendo que, de ceder, la única transmutación que iba a contemplar era la de una botella llena en una vacía, la cogí a mi vez por el culo con las dos manos -a la botella, se entiende- y le repliqué "está claro que mientras haya paganos beberán los cristianos, pero siempre en último lugar, ya que el paganismo fue primero".

No muy convencido de mis razones, me preguntó si llevaba algo que sirviera para marcar una raya. Le dije que en el bolsillo derecho del anorak llevaba un rotulador. Como yo no soltaba la botella y a él le quedaba una mano libre, la introdujo en mi bolsillo sacando el fosforito de color amarillo y, aunque la botella era cilíndrica, como casi todas, perdimos un buen rato en pitagóricas discusiones sobre triángulos diabólicos, senos, cosenos, aguanta-senos, medias aritméticas con liguero y lencería erótica en general, polémica que cerró el con una brillante disertación sobre la geometría del tanga que no tuve más remedio que aplaudirle.

Como le preguntara a qué se debía su dominio del tema, me dijo que en otro tiempo había sido viajante de corsetería, añadiendo a continuación "pero ojo, no te engañes, aunque Freud dice que Eros es la clave de cualquier tipo de relación, yo puedo asegurarte que existe un territorio donde impera otra clase de sentimientos y Eros no tiene cabida".  Después del improvisado discursillo, pintó una raya amarilla en un punto determinado de la botella diciendo "aquí es la mitad". Quise discrepar, pero me cortó alegando que todo lo que afectaba a la sangre de Jesucristo era cuestión de fe. Acepté la división y, el soltando la botella, me la cedió, rezongando "bebe, Barrabás, y ojalá te condenes por este sacrilegio".

Ni mucho ni poco preocupado por su perorata, empuñé el gollete, me amorré y me puse en la raya de una mamada limpia, sin segundos intentos ni rechupeteos. Mientras yo bebía me miraba manoteando en el aire como un crío al que se le ha escapado un globo. Me limpié el morro con la manga y le pasé la botella. Con actitud rayana en el misticismo, la levantó sobre su cabeza, como hace el cura con el cáliz y, después de chapurrear cuatro latinajos, imbuido del más alto espíritu religioso, se la empinó tomándose aquello a lo que se consideraba con derecho, o sea, todo lo que quedaba. La dejó seca. Se hizo un silencio mientras el caldo peleón iba haciendo su labor y, en un momento dado, apantallándose con la mano se puso a escrutar atentamente el horizonte en dirección al poniente, al punto por donde el sol se pondría al cabo de un rato.
-¿Que buscas?
-La barca de Caronte
-¿Qué te interesa?
-La lista de viajeros
-¿Quieres decir que a esta hora ya estará completa?
-Estoy seguro, dijo mirando al sol una vez más.
-¿Has conseguido verla?
-Sí.
-¿Cuántos van?
-No sé, pero de momento no figuran mi nombre ni el tuyo.
-¿Es esa una buena noticia?
-Según se mire
-¿Qué quieres decir?
Acercando la boca a mi oreja y en un tono apenas audible, me contestó:
-He tenido revelaciones
-¿De quién?
-De la Parca.
-¿Y que te ha dicho?
-Desde luego no me ha dicho qué día figurará mi nombre en la lista, pero me ha prometido que cuando llegue el momento, si ningún alma caritativa se interpone, las cosas sucederán muy plácidamente.
-¡Ostia! ¿Y cuándo vuelves a entrevistarte con ella?
-No sé, es ella la que marca la pauta. ¿Acaso quieres que le pregunte algo de parte tuya?
-Hombre, no estaría mal que te dijera la combinación de la primitiva.
Se calló en seco alegando que lo había dejado, momentáneamente, sin argumentos, ya que este tipo de preguntas no figuraba en el formulario.
Saltaba a la vista que, a pesar de las apariencias, ninguno de los dos era un bebedor curtido. Aún así, el vino solo había tomado posesión de los cuerpos y después de varios intentos fallidos de enseñorearse también de las almas, fue confirmándose la horrible sospecha de que con una botella solo tendríamos acceso al atrio de los gentiles. Para penetrar en el sancta sanctorum nos hacía falta, por lo menos, otra botellita de tres cuartos de calidad no inferior a la consumida. Solo me quedaban dos euros y le propuse comprar un tetrabrik de algún vinagrón de esos que tanto abundan. Se limitó a mirarme con desprecio.
Después de una larga pausa, en la cual pensé que se habrían perdido las conexiones de forma irreversible, dijo en voz baja "es que yo leo".
-¿Y eso a qué viene?
-¡Coño, pues no sé, a lo que venga!
-Ah, ¿lees libros?
-No, qué dices, bueno alguno sí, de vez en cuando. La gente los tira y yo los encuentro, pero normalmente los vuelvo a tirar. Leerse un libro enterito es un palo como una casa, leo papeles sueltos y algunas cosas de los periódicos.
-Eso es ahora, pero en otro tiempo...
-Tiempo no hay más que uno, no hay otro.
-Quiero decir en el pasado, seguramente eras eso que llaman una persona culta.
-Vanidad de cosas vanas y a unas miserias tan grandes las llamáis dichas humanas.
-¿Qué encuentras de malo en mirar atrás?
-Camina siempre adelante porque, si miras atrás, verás que una tumba abierta siguiendo tus pasos va.
-Joder, esto sí que es romanticismo del más puro.
-Se hace lo que se puede
-Ya veo que te esfuerzas
-De esfuerzos ni me hables, estoy herniado
-¿Desde cuándo?
-Desde siempre.
Viendo que los efectos del vino, por poco, podrían ser contraproducentes, dije con desgana "bueno, yo me tengo que ir al curre. ¿Puedo hacer alguna otra cosa por ti?
-Sí, dejarme seis euros más para otra botella de tinto.
-Ya te he dicho que solo me quedan dos.
Primero se quedó callado y yo dando la causa por perdida me levanté, presuroso, diciendo que se me hacía tarde.  Ante la inminencia de mi marcha dijo "espera un poco, se los pediremos al primero que pase".
-Fingiendo una indignación que no sentía en absoluto, le solté a bocajarro ¿Quieres decir que vas a mendigar para vino?
-Vamos, si no te importa, a mendigar seis euros para vino.
-Estás de broma, ¿no?
-Hablo muy en serio. Mira, por allí viene una parroquiana a la que creo, por la pinta, que no le viene de un euro. Observa la actuación de un profesional.
Cuando la interfecta pasaba por delante del banco donde estábamos sentados, en un arranque teatral, se tiró a sus pies y empezó a recitar la retahíla que utilizaban los mendigos contemporáneos de Lázaro de Tomes: trabajando en una viña en hora menguada, un aire corrupto me trabó los miembros, por tan alta señora, hagan caridad con el pobrecito...
La parroquiana, un retaco que a duras penas llegaba al metro y medio, miraba a su alrededor y decía "¿de cuál alta señora me habla usted, caballero?".
El volvió a la carga con otra serie de antiguas fórmulas de mendicidad y, como estaba tan abstraído en su labor, no me fue difícil hacer mutis por un terraplén cercano que me permitió desaparecer de forma rápida.