En origen acebuchal, con más de 200 años, marco de siembra acorde a la deyección de huesos de acebuchinas por parte de zorzales y otros pájaros de campo, hoy en día injertados en aceitunas gordales, una joya botánica y cultural en extinción, adaptado a sequías, cargando un año y otro no. Un espacio verde lleno de biodiversidad sin exclusiones.

El planteamiento superintensivo a modo industrial en los nuevos olivares, más de 2.000 árboles por hectárea, con hiperconsumo de agua, para un árbol tan mediterráneo, xérico y agradecido, infinidad de fertilizantes, plaguicidas y herbicidas, provocan la eliminación total de olivares tradicionales y de montaña –deseo que el nuevo número de ejemplares no nos impida proteger y ver el mar de olivo- ante la falta de apoyo, sin discriminación positiva de consumidores no informados, empresarios en manos de grandes superficies y administraciones poco realistas y valientes frente al cambio insostenible.

Mientras saboreo a cámara lenta una aceituna prieta, aliñada, en salmuera o incluso rebozada, reflexiono que somos lo que comemos –para ello previamente lo compramos- y claro en mi elección de cultivo ecológico o no, procedencia local o no, paisaje o superintensivo, creo en el mundo rural y en las personas que allí viven y trabajan, con educación y salud incluidas.

Los inmigrantes son fundamentales e insustituibles en las labores agrícolas -aquí y en California- y más aún en terrenos y cultivos difícilmente mecanizables. Es estratégica su protección y estabilidad, con condiciones acordes, para la viabilidad de este campo auténtico que se muere poco a poco, y que no interesa a la inteligencia artificial, a su robótica asociada ni a los que no quieren a su tierra.

Sus lindes llenas de monte mediterráneo incluso con islas, el olivar con cubierta vegetal protegiendo el suelo de la erosión, reteniendo el aguacero de lluvia y aportando materia orgánica tan necesaria frente a la desertificación, hacen que se escuchen grillos hasta de día y hay una especie de menhir repleto de murciélagos que evitan cualquier atisbo de plaga de insectos. Valor y precio, no ha lugar la confusión.

Un espectáculo de nuestro flamenco, recital de poesía, un bioblitz, una clase sensorial in situ para niños y no tan niños, un paseo o acampada por las alturas en base a la astronomía del lugar, una cata de mieles ecológicas -flores silvestres, lavanda, romero, pradera, primavera, montaña, encina, azahar o eucalipto- labores de campo como desvareto, colocación de trampas de mosca, hoteles de insectos y cajas nidos de insectívoros, control de la cubierta vegetal pastoreando en abril con ovejas churras lebrijanas y recogida de fruto a mano, para no dañarla, llamado verdeo en mitad de un bosque de candelabros llenos de vida -certificado ecológico CAAE- son experiencias humanas vitales.

Monumentos naturales, bienes de interés agronómico cultural, reservorio genético de biodiversidad, sostenibilidad frente a sequías y fijación de población al territorio han de estar en las búsquedas de internet de lugares a visitar y demandar todos los productos – generando tanto bien a todos - de nuestra cesta de la compra semanal.

¿Cuánto vale ver liebres corriendo bajo olivos centenarios? ¿Y un museo vivo, en el cual ser participe? Deseo verlos nuevamente alumbrando el "aceitunita comida, huesecito fuera".