Hace muchos años yo era un joven fotoperiodista y mi periódico me envió a hacerle una foto a un concejal. Cuando llegué, me encontré con un funcionario muy mayor, sentado al otro lado de una mesa, al que debía quedarle poco tiempo para la jubilación. Me dijo que el concejal no estaba, pero que regresaría pronto. Yo le pregunté si podía esperarle allí mismo. Me dijo que no había inconveniente, así que senté frente a él a esperar. Como a los cinco minutos, aquel señor abrió un cajón y sacó un bocadillo envuelto en papel. Al desembalarlo me preguntó, ¿usted gusta? No gracias, le respondí.

En pocos segundos todo el espacio se llenó de un intenso olor a chorizo. Acabado el tentempié, el funcionario se echó para atrás en la silla y cerró los ojos. Empecé a preocuparme por su salud. Por un instante pensé que le había dado un infarto. Los atronadores ronquidos que resonaron a continuación disiparon mis dudas y tranquilizaron mi espíritu. Minutos más tarde se despertó como si nada.

Ya no existen esos funcionarios. Han pasado muchos años desde esta anécdota y los trabajadores públicos de hoy no se parecen en nada a los del “vuelva usted mañana”, que retratara Larra. Al contrario, el nivel profesional, la eficiencia y el trato humano son innegables. Hay buenas y buenos funcionarios, bancarios, agentes de seguros y telefonistas.

Las cosas cambian y no dejan de hacerlo en este siglo XXI, que es tan “problemático y febril” y tan cambalache como el anterior. El dios de nuestros días, es el mismo que ha sido siempre, el dinero; pero la religión del individualismo se está volviendo cada vez más integrista. La consigna es “Citius, Altius, Fortius” (más rápido, más alto, más fuerte), pero no hay nada del espíritu deportivo del barón Pierre de Coubertin y sí mucho de la ley del más fuerte. En nuestra selva, por aquello del provecho, ahora se despide a miles de trabajadores de lo que antes eran cajas de ahorros públicas y ahora bancos privados. Esto sí que es magia y no lo de Juan Tamariz. La rentabilidad es un concepto matemático, pero no ecuánime y mucho menos justo. Sólo beneficia a una parte. Tampoco se cubren la bajas en la administración. ¿Para qué necesitamos tantos funcionarios?

Debo ser muy antiguo. Será porque no soy un “nativo digital”, pero hasta hace muy poco las viejecitas iban con su cartilla a la caja de ahorros y les atendía amablemente Jose Luís, quien les regalaba cada año un almanaque, que ellas colgaban de la pared de la cocina. Ahora, las viejecitas y todos los demás tenemos que entrar en una web escrita en tailandés, en la que para entender lo que dice necesitamos la Maquina Enigma, esa que inventaron los nazis para encriptar los mensajes del enemigo en la segunda guerra mundial.

Tenemos que hacer nosotros, el trabajo que antes hacían profesionales. Somos los sustitutos de la mano de obra despedida y encima pagar por ello. Cobran incluso por no tener una cantidad de dinero mínima, que ellos consideran aceptable. La pobreza se paga. Lo mismo pasa si perdemos nuestro trabajo o caemos enfermos. Ya no se trata de hacer cola y pedir número. Ahora nos enfrentamos a un algoritmo sin piel, que sabe contar y no siente nada. Que sabe mucho de estadística y hacer que le cuadren las cuentas caiga quien caiga. Los programas informáticos no necesitan conciliar el sueño por las noches, no tienen remordimientos.

No puedo saber adónde vamos, pero sí que este sistema en constante cambio no lo hace para bien y es cada vez más autodestructivo. La gente, las personas, no importan nada, salvo para consumir o votar. No añoro el olor a chorizo en la concejalía de parques y jardines del ayuntamiento de Granada en los años ochenta, ni a los funcionarios de la era franquista que aún dormitaban en plena democracia. Pero no me gusta un mundo en el que cuando algo funciona bien hay que cambiarlo, sólo para que alguien gane más con la excusa de la innovación competitiva. No hay nada de progreso en maltratar al ciudadano para que algunos vivos se lo lleven muerto y ganen más dinero del que podrían gastar en mil vidas.

Hace mucho frío en el ciberespacio porque allí reinan los números, que son de hielo, cartesianos, concluyentes, precisos, tajantes y despiadados. Sólo hay aristas en un mundo donde las palabras se computan y las letras son incógnitas de ecuaciones de segundo grado. Una cuadrícula nunca deja espacio para la duda. No hay latidos entre el cero y el uno, entre lo blanco y lo negro, entre lo posible y lo imposible. Cada vez estamos más solos.
Echo de menos llegar a una oficina y decir… ¡Buenos días!