Fuentes olía a albahaca, a rastrojo y a leche recién ordeñada. Y aunque el oficio se apague poco a poco, todavía hay quien, al ver un rebaño de cabras, siente que el alma le sonríe. En aquel tiempo, ser cabrero no era un trabajo. Era una condena voluntaria a trabajar día sí y día también, una devoción diaria, un estilo de vida que no conocía domingos ni festivos. En Fuentes de Andalucía, tierra de secanos duros, el oficio de criar cabras ha marcado generaciones enteras. Algunos cabreros quedan todavía, pocos y en retirada ya. “Los 365 días del año había que ordeñar y sacar las cabras al campo”, dicen los viejos del lugar. Porque, como reza el dicho, la cabra tira al monte y en eso no hay exageración posible. Han intentado estabularlas, pero nada. Las cabras necesitan campo, aire, sol y caminos.

José María, apodado Chicaingo, nació para los camiones. Su vocación era la carretera. Pero su padre tuvo una piara, y en casa había que ordeñar sí o sí. “El día que vendió las cabras, el trabajo de los albañiles me pareció cosa de oficina”, recordaba entre risas. Cuando por fin se subió a un camión, dijo lo que muchos sueñan: “Eso fue la gloria para mí”. En el otro extremo estaba Carretero. Para él, las cabras eran la vida. “Prefiero quedarme en Fuentes con las cabras antes que meterme a fregar platos en un hotel de Benidorm”, decía sin dudar.

Genaro “el Potro” advertía que había que estar siempre encima del rebaño, atentos a la más mínima señal de enfermedad. “Antes de que la cabra saque las barbas, ya tienes que estar vigilándola”, decía. Pepe “el Trapero” lo resumía todo en una frase que mezclaba pasión y necesidad: “La leche de cabra vale dinero, la cabra deja dinero”. En Fuentes, la leche no se destinaba tanto a queserías como a los camiones lecheros que paraban junto al bar del Arrecío. Pero había excepciones, como Manuel “Perlito”, que con cinco litros y un poco de cuajo y sal hacía quesos frescos de los que hoy ya son leyenda. Su hijo, Pepe Lora, con apenas siete años, ya los repartía por el pueblo. Así nacen las vocaciones.

En Fuentes se prefería la cabra murciano-granadina, capaz de dar hasta 2,5 litros de leche diarios. Algunos cabreros seleccionaban sus animales con mimo, otros no tanto. Pero quienes lo hacían con criterio, solían durar más en el oficio. Y no era raro ver sembradas habas, no para el consumo humano, sino para mejorar la leche que produciría el rebaño. Con sus trajes de agua, las botas de goma y la mula al frente, los cabreros salían por las veredas a alimentar al ganado. Todo era aprovechable: paja de garbanzos, cañas de girasol, restos de habas... Y mientras las cabras parían en otoño, en primavera disfrutaban del pasto verde. El ciclo perfecto.

Uno de los nombres que más suenan en la historia quesera de Fuentes es el de Fernando “Chimenea”, llamado así por su piel morena. Comenzó sin apenas recursos, pero junto a su mujer, Pepa Ramplallo —natural de La Luisiana— lo apostaron todo a las cabras y al queso. Empezaron con pocas, pero pronto se hicieron famosos. Su marca, “Quesos Chimenea”, llegó hasta Sevilla. El secreto: echar los quesos en aceite y no escatimar en calidad. Con el tiempo lograron reunir cuatro casillas y un rebaño de más de 700 cabras. “Así se juntan los dineros”, decía el siempre sabio Francis Mesesale, “ofreciendo calidad y haciendo que la gente vuelva”.

Hoy en día, ningún joven quiere saber del mundo del ganado. La vida del cabrero es dura, ingrata y mal pagada. Aun así, en el bar El 6, un viejo conocido decía con nostalgia: “Hasta el olor de las cabras me gusta, es mi pasión”. Era “el Gorrión”. Cuando cerraron el matadero, se abrió una quesería que dio buen resultado, aunque ya trabajando con leche de vaca. No se puede hablar de cabras sin mencionar al "Cagarruta”, mítico cabrero y dueño de un bar frente a la báscula de la estación. Allí se jugaban partidas del Ginley o las 41, antes de que el dominó tomara el relevo. Cansado del bar y del ganado, acabó marchándose a Fuente Palmera, donde vivió sus últimos días en un cortijo.

Fuentes siempre fue tierra de cabras: resistentes, agradecidas y bien adaptadas al clima. Las ovejas no corrieron la misma suerte. Hoy solo quedan en la casilla de los hermanos David. Y de cabreros, apenas media docena de rebaños. La afición a las cabras nace en la infancia. En muchos hogares, los padres regalaban a sus hijos una chiva y ellos la cuidaban hasta verla parir. Así se forjaban futuros cabreros. Porque meterle las cabras a un adulto “es más duro que un adoquín”.

Gracias a personas como Fernando “Chimenea” o esos que se echan al campo llueva o truene, hoy podemos tapear un buen queso en la barra con una copa de manzanilla. Y no olvidemos la carne de chivo, esa delicia que tanto le gustaba a don Francisco, el maestro que cada fin de semana viajaba a Córdoba haciendo autostop.