Se levantaba temprano y salía de lo más profundo del bosque. Después caminaba despacio dejando atrás su árbol, su cueva, su luz arriba entre nubes que formaban figuras caprichosas que le ofrecían paisajes imposibles, paisajes apenas soñados. La saludaban los animales que sabían lo que iba a ocurrir. Siempre el mismo círculo, el tiempo infinito, y vuelta a empezar. No importaba, el camino era lo importante.

Sí, el camino era lo mejor. Siempre pensando que tal vez ese día la iban a encontrar. Era por eso que llevaba siempre en su cesto moras, dátiles y flores delicadas que solo crecían en su bosque. Todo lo ofrecía una y otra vez, sin cansancio, con la esperanza de que el gesto quedara en la memoria de aquellos a los que sonreía.

Cuando llegaba la tarde y el sol anunciaba su retirada sabía que era la hora, una vez más, de intentar ser encontrada. Poco a poco iba dejando por el camino migajas de pan hecho por ella en el horno de los deseos. Después, cuando amanecía, despertaba en su cueva, cerca de su árbol, siempre era lo mismo, se repetía una vez y otra y otra. Cada día sabía exactamente lo que iba a ocurrir a la hora en que empezaba: ESPERAR SER ENCONTRADA.

Un día, cansada de esperar ser encontrada, quiso averiguar qué ocurría con las migajas de pan. Así, fue dejando su pan como siempre, pero al llegar al límite del bosque, con la última luz del cansado sol, esperó en el límite del bosque allí donde los hombres no avanzaban, solo las brujas y las niñas. Entonces vio cómo los pájaros comían su pan. Desde aquel momento supo que su soledad tenía un propósito. Los pájaros la saludaron alegremente.