Tras otra noche pegajosamente calurosa, aburridamente insomne, en la que los minutos parecen horas y las horas días, arrastro mi cuerpo hasta la cocina para hacer café, el elixir de los despertares. Son las siete, el sol ya ha amanecido, pero la ciudad dormita en domingo por la mañana. El humillo espabilante trepa hasta el techo, el nuevo día ya está aquí. Los pocos que no se han ido de vacaciones duermen hasta tarde. Muchos han cerrado los ojos hace un rato. El silencio es tan rotundo, como severo fue el ruido de los aparatos de aire acondicionado que ahora ya descansan.

Es el verano andaluz un martillo que golpea la tierra, un yunque que se calienta un poco más cada día, hasta ponerse al rojo. No sé cómo reaccionaré la próxima vez que escuche que los andaluces estamos acostumbrados al calor, igual mando al carajo a más de uno o una. Al parecer, los andaluces somos extraterrestres del planeta Calenturón, como si tuviésemos en lugar de piel escamas de reptil, o peor aún, como si nos gustase achicharrarnos vivos. No les gusta el desierto a los beduinos, prefieren los jardines rebosantes de plantas exóticas y refrescantes fuentes. A nosotros tampoco no gusta el calor asfixiante. A nadie le gusta, a nadie.

Pongo la radio, sí la radio, esa ventana sonora que libera la vista y permite hacer otra cosa además de escucharla. Compruebo, como cada mañana, que el mundo sigue dando vueltas, que todo sigue igual, a punto de saltar por los aires. La guerra de Ucrania se recrudece, la inflación sube, la luz y el gas se disparan, la bronca política sigue al alza, la bolsa a la baja y los empresarios siguen llorando. Debería desconectar un poco de la información, estoy híper informado, creo que soy un adicto a las noticias o un cotilla social. Supongo que también soy un poco masoquista, me gusta saber lo que pasa, pero no porque me haga sentir bien lo que leo, escucho o miro. Al contrario, la realidad me espanta la mayor parte de las veces.

El café tarda en enfriarse, recuerdo otros momentos, otros cafés. Tengo la impresión de que el pasar del tiempo lo marcan los cafés mañaneros y las tostadas con aceite de oliva virgen extra. Tengo grabados en mi memoria desayunos sin diamantes y discusiones a destiempo. Besos adormilados, acompañados de “buenos días cariño”, latidos de lo cotidiano al ritmo del tintineo de las cucharillas en el borde de la taza.

A veces, uno se siente como un torero esperando turno en el burladero para lidiar un nuevo día con enormes pitones, lleno de arrojo y anhelo de triunfo. Otras, sin embargo, me pregunto para qué me habré levantado de la cama teniendo en cuenta el panorama. Lo peor de todo no es el reto de salir a pelarse con la vida, sino la repetición de escenarios mentales, la monotonía que se hace patente en la quietud del desayuno. Los pensamientos oscilan entre los recuerdos y los deseos de futuro, con sus planes imposibles, llenos de utopías y a veces hasta de quimeras.

Pensándolo, igual está todo bien y el problema lo tengo yo, la culpa es mía por desear, por ilusionarme, por ser un pesimista tan mal informado que cree que todo va a ir mejor. Igual pienso demasiado, debería ser más simple como otros muchos, a los que veo felices en su inconsciencia. Debería dejar de pensar e ir donde va Vicente, me sentiría más afortunado. No me torturaría cada mañana ante una taza de café con leche.

La mañana trepa despacio, como lo hace el sol hasta ocupar su trono. Yo, como todas las hormigas de la colonia, trato, no ya de arreglar el mundo (hace muchos años que dejé la cándida adolescencia), sino de entenderlo, aunque solo sea un poco. Pero no hay manera.

No sé cuántos cafés me quedan por tomar, nadie lo sabe. Mañana seguiré aquí sentado ante mí, expuesto a las elucubraciones que me asalten, imaginando imposibles, aunque solo sea para sentirme fuera del rebaño. Seguiré viendo pasar los cafés, los días y los años. El tiempo transcurre, no siempre apacible, entre la espuma y las ausencias.