La primera vez que confesé mis pecados fue a Don Juan, después de recibir una hostia (no consagrada) por levantarme a destiempo durante la catequesis que me prepararía para hacer la primera comunión. Mi alma, hasta entonces sucia y llena de remordimientos por mis malas obras, quedó impoluta. Al salir de la iglesia del Corpus Christi, tras haber rezado un surtido variado de padrenuestros, avemarías y yopecadores, me sentí el niño más bueno y santo del mundo. Parecía como si flotase sobre la acera al volver caminando a casa. Como no podía tener malos pensamientos, tenía que pensar que todo el mundo era bueno y yo el que más. Ya no cometería más tropelías, mis días como malhechor habían terminado. Había hecho las paces con el divino hacedor.
Cuando llegué a la pubertad, mi idea de Dios fue diluyéndose hasta desaparecer en un mar de preguntas sin contestar. Llegué a la conclusión de que no hay lógica alguna en esforzarse tanto para crear un universo perfecto para fastidiarlo después. Acabar con unas criaturas hechas a su imagen y semejanza a base de enfermedades, plagas, guerras y hambrunas, ensañándose con los más inocentes y, al tiempo, favorecer el egoísmo y la tiranía de unos pocos privilegiados me parecía de una crueldad extrema.
¿Por qué se le ocurrió escoger como sus representantes en la tierra a hombres enjoyados, que viven en magníficos palacios, rodeados de lujo y tan alejados de su pueblo? A lo largo de los siglos, los príncipes de la iglesia han construido una multinacional muy rentable, que les vende la salvación a los ricos, mientras predica la resignación para los pobres. Qué gran patrimonio han amasado, qué manera de poner a su nombre lo que no les pertenece.
Me di cuenta más tarde de que, afortunadamente, no toda la iglesia es así. También son iglesia, aunque de regional preferente, los voluntarios de Cáritas ayudando a gente necesitada, las monjas haciéndose cargo de enfermos incurables a los que nadie quiere ayudar. Curas en barrios miserables donde la droga hace estragos. Sacerdotes como José Chamizo en el Campo de Gibraltar. El padre Ángel, auténtico ángel de la guarda para muchos pobres de solemnidad. El cura Diamantino, luchando contra los terratenientes andaluces, los teólogos de la liberación en América Latina, la madre Teresa de Calcuta… Hay cientos de sacerdotes y monjas rasos en todo el mundo haciendo el bien sin mirar a quién. También hay excepciones dentro la jerarquía de la iglesia, que no dejan de confirmar la regla, como Ramón Buxarrais, azote de banqueros, empresarios del pelotazo, políticos corruptos y de la jet hortera de Marbella, que abandonó el obispado de Málaga para ser un simple cura en un asilo de Melilla.
Ahora hay un Papa que no cae muy bien a según quienes. “Es un comunista”, dicen los más recalcitrantes meapilas, de misa los domingos por la mañana y puticlub los sábados por la noche. Cristianos de persignarse mucho y rezar en voz alta, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.
El Papa Francisco dice cosas con las que cualquier persona con una mínima sensibilidad social está de acuerdo. Porque para detestar las guerras, el abuso, el lucro desmedido, la pederastia, la violencia machista, la homofobia, sólo hay que ser buena gente. Para eso no hace falta creer en Dios. No debería ser meritorio lo de Bergoglio, simplemente es un cristiano coherente con su ideología religiosa.
Es curioso que haya cristianos que parezcan comunistas y comunistas, como Pasolini, que podrían pasar por creyentes. Hay mucho izquierdismo en su película “El evangelio según San Mateo”, que es perfectamente católica. Hay un punto sensible donde la izquierda y el cristianismo estarán siempre de acuerdo.
Igual ser solidarios y empáticos con la pobreza del ser humano, buscar soluciones, es de cristianos de verdad, de comunistas de verdad. No creo que el camarada Stalin fuese comunista o de izquierdas y mucho menos progresista. Tampoco creo que Karol Wojtyla, anticomunista acérrimo, fuese cristiano, pese a haber sido Papa. Lo de Ratzinger, miembro de las juventudes hitlerianas antes de ser cura y encubridor de pederastas, siendo arzobispo de Múnich, es un ejemplo de lo que digo. No se puede ser de izquierdas de verdad, como no se puede ser un auténtico cristiano, si no se desea el bienestar común, si no se es buena persona. No creo en Dios ni en la dictadura del proletariado desde que empezó a salirme pelusilla bajo la nariz. La primera desapareció hace años, pero el nacional catolicismo que creíamos terminado, desde que Franco dejó de estar bajo palio está resurgiendo.
El niño que fui un día se sintió la mejor persona del mundo gracias a que ignoraba que el bien y el mal habitan en cada uno de nosotros y luchan constantemente por tomar el control de nuestras vidas. Nosotros apostamos siempre por lo uno o por lo otro. No somos víctimas, no somos inocentes, siempre tomamos partido.