La neurociencia lleva tiempo desmontando una ilusión muy cómoda: la de que votamos como ciudadanos reflexivos que comparan programas, sopesan consecuencias y eligen lo que más les conviene. En realidad, el orden suele ser el inverso. Primero sentimos y después pensamos. Y cuando una emoción fuerte se instala -la ira, el miedo, el resentimiento- la razón no dirige la decisión: llega más tarde, para justificarla.
Nuestro cerebro no está hecho para analizar con calma sistemas complejos ni para evaluar bien los costes que se pagarán en el futuro o los beneficios que se notarán solo a largo plazo. Por ejemplo, la promesa de bajar los impuestos al principio puede dar un beneficio inmediato -más dinero en el bolsillo del ciudadano- pero implicará menos inversión en educación, salud o infraestructura en los próximos años y comprender este efecto requiere del uso de la razón. De manera similar, usar combustibles fósiles baratos y fáciles de conseguir ofrece energía inmediata y accesible, pero a largo plazo provoca cambio climático, sequías, inundaciones y pérdida de biodiversidad, consecuencias que solo se harán evidentes décadas después.
Aquí, el desbordante gracejo de Tellado, desviando la conversación hacia la despersonalización del adversario político, convertido en enemigo al que insultar sin medida, puede imponerse fácilmente sobre el análisis sereno y crítico de un docente defendiendo la virtud de la justicia de los impuestos o la evidencia del cambio climático. El cerebro emocional está optimizado para reaccionar ante amenazas, agravios y señales de pertenencia. Por eso apelar a la razón suele ser ineficaz cuando lo que está en juego es una identidad emocional ya activada.
Todos recordamos el caso del robo en Correos en Extremadura. No hubo robo de votos, sino un hecho de delincuencia común, según había dejado claro desde el principio la Guardia Civil. Pero la candidata del PP exageró y, mintiendo a sabiendas, lo presentó como pucherazo electoral, generando indignación. Tellado y Feijóo inmediatamente afilaron sus gargantas, y la prensa afín, eludiendo el código deontológico de la profesión, reforzó la manipulación: La Razón publicó una noticia denunciando la sustracción de votos por correo y hablando de una “estrategia organizada” para robarlos; El Mundo centró la atención en las sospechas de “pucherazo” o robo de votos por correo como noticia principal. Y ABC también se centraba en el robo de votos o la acusación de fraude. Así, la emoción generada por los titulares y las declaraciones eclipsó cualquier análisis racional de los hechos.

Puedes explicar con datos que un tipo de política destruirá la sanidad pública y deteriorará la educación, frenará la investigación, negará el cambio climático o ampliará la desigualdad, pero si enfrente hay una emoción bien cultivada, el dato rebota porque a la ciudadanía estas cosas que requieren reflexión, estando bajo el amparo emocional, le traen al pairo. No porque sea falso, sino porque no conecta con el circuito que decide.
Esto ocurrió con el rescate de Bankia: se presentó como un préstamo que no costaría dinero público, pero la realidad fue muy distinta. El Estado, bajo la promesa de recuperarlo todo, inyectó más de 22.000 millones de euros y apenas recuperó unos 3.000; el resto se dio oficialmente por perdido. Un auténtico escándalo: las arcas públicas perdieron mucho más que si hubieran existido cien casos Ábalos, Cerdán y Koldo juntos, y sin embargo apenas generó indignación -no hubo en las filas de la izquierda ningún Tellado dispuesto a llenar su garganta de hipérboles, ni prensa alineada en una trama para hundir a su adversario político- mientras que otros escándalos mucho menores ocupan durante años el centro de la atención de la opinión pública.
Desde la perspectiva de la neuropsicología deja de parecer tan absurdo que alguien vote opciones que van claramente contra sus intereses materiales. No se vota para ganar algo tangible, sino para satisfacer una emoción inmediata. El voto se convierte en un gesto de desahogo, de castigo simbólico, de reafirmación frente a un enemigo cuidadosamente construido. El daño a los servicios públicos o a la igualdad no se vive como pérdida propia, sino como un efecto secundario aceptable dentro de una guerra emocional. Sin la razón, la perspectiva se extravía.

Las fuerzas políticas que defienden un ultraliberalismo agresivo lo saben bien. Por eso no suelen exhibir su programa con detalle. Su juego es otro. No hablan mucho de privatizaciones, de recortes estructurales, de desregulación o de darwinismo social. En su lugar, siembran ira. Machaconamente. Día tras día. Personalizan el conflicto, deshumanizan a quienes proponen avances sociales, infantilizan la realidad y convierten problemas complejos en relatos simples de culpa y traición.
La neurociencia también explica por qué funciona la desproporción mediática. Si cien mil personas inmigrantes acuden cada día a su trabajo y pagan impuestos, contribuyendo a incrementar nuestra riqueza cultural, social y económica, no se activa ninguna emoción intensa. No hay amenaza, no hay agravio, no hay relato. Pero basta un solo caso que incumpla la norma para convertirlo en tantas portadas hiperbólicas como medios contrarios al Gobierno. El cerebro no procesa estadísticas: procesa historias cargadas de emoción. Del mismo modo, el rescate multimillonario a la banca, abstracto y lejano, genera menos impacto que dos corruptos con nombres y apellidos, aunque el daño económico sea incomparablemente mayor. La emoción necesita rostros, no cifras.
Convencer racionalmente a alguien de que no vote contra sus intereses puede parecer lo lógico, pero suele ser inútil si antes no se desactiva la emoción iracunda que gobierna su decisión. Porque no somos, en primer lugar, animales racionales, sino animales emocionales que, cuando hace falta, aprenden a razonar a favor de lo primero que han sentido. Y mientras la política siga entendiendo esto mejor que quienes confían solo en los argumentos, seguiremos viendo a personas votar con entusiasmo propuestas que empobrecen lo común, debilitan la igualdad y convierten la ira en programa político.

