Tenía problemas para recordar la tabla del siete cuando era un crío ¿Siete por ocho? ¡Qué suplicio! Ahora ya da igual, casi no me acuerdo de la tabla de multiplicar, menos mal que recuerdo cómo funcionan las calculadoras. Todo el mundo me decía en tono tiernamente jocoso que para recordar tenía que comer rabillos de pasas. No lo hice, aun así gozo de una buena memoria. Este mundo que habitamos rebosa olvidos conscientes e inconscientes, despistes fortuitos y voluntarios. Vivimos en una sociedad de usar y tirar, que tritura el tiempo y depreda vidas y recuerdos hasta dejarlos en los huesos. Lo trascendente caduca en menos de una semana y pasamos a otra cosa. Archivamos recuerdos, sí, pero dejamos que se apolillen pronto. Nos gusta que el espejo nos mienta, que no nos recuerde lo firmes y salvajes que fuimos. Los ahora respetados garantes de las esencias tampoco quieren que nadie les recuerde que hubo un tiempo en que querían dinamitar un mundo injusto.
Los mexicanos, tan mestizos como sabios, tienen una solución sincrética y mágica para recordar a sus muertos. El día de difuntos, sus antepasados vuelven a la tierra, siempre que sus descendientes los recuerden. Así los muertos y los vivos se unen en una danza mística que nada tiene de macabra y todo de filosofía existencial. A los ojos del tiempo nada somos salvo eslabones, tan imprescindibles como insignificantes, formando una concatenación que se remonta a la oscuridad de los tiempos.
En fechas apabullantes como estas, la recurrente melancolía ataca repasando ausencias, uno no olvida si no quiere. Selectivamente recreamos los grandes éxitos de nuestros queridos difuntos, pero como la perfección no existe, obviamos los defectos que tanto detestábamos. Por acción u omisión recordamos y olvidamos, todo está en nosotros, nuestro universo nos pertenece.
Estiramos el cuello hasta donde da para mirar por encima del hombro, olvidando que sólo una generación nos separa del hambre. Miramos a los migrantes, que hace cincuenta años podrían ser nuestros próceres, con desprecio y los calificamos de ignorantes, delincuentes y peligrosos. Es cierto, tener hambre es peligroso sobre todo para ellos. Olvidamos que caminamos sobre asfalto donde no crecen las raíces. El penúltimo de la fila odia al último, pensando que es el causante de todos sus problemas, olvidando que los primeros tienen enchufe y siempre se cuelan.
Haciéndonos los suecos, pasamos páginas aún por escribir para construir el futuro, obviando que sin pasado no hay futuro. De un plumazo damos por solucionados los problemas repitiéndonos que todo está bien. Luego nos convencemos de que, por haberlo olvidado, el problema ya no existe. Ya no mueren niños en Palestina porque no hablamos de ello. Lo de la dana de Valencia ya está solucionado ¿fue grave?, la invasión de Ucrania, los incendios, los cribados de cáncer de mama… Hay más de 130 conflictos armados ahora mismo en todo el mundo ¿Por dónde cae Sudán? No nos reconocemos como silentes cómplices del horror, pero lo somos.
La ultraderecha sube como la espuma de una cerveza mal tirada. Hemos ineducado a nuestros hijos y hemos desaprendido un pasado en el que las sombras apagaron todas las luces. Tiempos en los que escribir era llorar, pensar también. No eduquemos a los jóvenes, ya se encargará el mercado enseñándoles las reglas del Monopoly, no vaya a ser que los adoctrinemos. La democracia es una tabla rasa, el mundo empezó en el setenta y siete. Cuarenta y nueve años después, las cunetas siguen tan en silencio como repletas ¡Qué despiste!
Olvidamos, olvidamos y olvidamos que lo que somos se lo debemos a otros, que sufrieron para traernos a la vida. Pero como “toda buena acción merece su justo castigo”, los aparcamos por viejos. Sufrimos una estúpida amnesia, voluntaria y colectiva. Somos pusilánimes y desmemoriados, por no saber no sabemos ni a tocino. No sé si los rabillos de pasas se venden en pastillas efervescentes, cápsulas o son inyectables. Para qué recordar nada, será mejor tomar “Soma”, viviremos dóciles y aquiescentes en el “mundo feliz” de Aldous Huxley.
Este mundo no sabe adónde va porque no recuerda el camino, ni de ida ni de vuelta. Somos como Hansel y Gretel, dejamos un rastro de miguitas de pan, pero nadie repara en ellas y los pajarracos se las comen sin dejar rastro. Tal vez deberíamos vacunarnos para combatir los recuerdos inventados. Podríamos escuchar a nuestros mayores, pero qué sabrán ellos. “El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”, decía Paco Costas en la tele hace mil años, aunque nadie lo recuerda.
Olvidamos que la vida es larga, olvidamos que la vida es corta. Olvidamos que estamos de paso, que nada nos pertenece. Olvidamos que hay pocas cosas que merecen la pena, pero que la merecen mucho. Olvidamos que “vivir es un accidente”. Pero lo peor, es que olvidamos nuestra patria, la infancia. “Pasa la vida. Tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida”.

