La salud de los fontaniegos depende más de lo que ocurre cualquier noche de fin de semana en el paseo de San Fernando que de lo que se haga durante toda la semana en el centro de salud de Fuentes o en los hospitales de Osuna, Écija o Sevilla. O en cualquier terraza donde nadie guarde la distancia o lleve correctamente la mascarilla. Dicho de otra forma, una noche de fiesta en una cochera o casa particular echa por el suelo el esfuerzo del mejor equipo médico del mundo. La población reclama la vacuna con urgencia, pero no utiliza el mejor remedio contra la enfermedad que hay disponible, las mascarillas, la distancia de seguridad y el lavado de manos.

Los profesionales de la salud pública saben desde hace 47 años (Conferencia de la Organización Mundial de la Salud, Alma Ata, Kazajistán, 1974) que los sistemas sanitarios basados en la medicina reparadora son incapaces de garantizar la salud de la población. Saben que la medicina influye sólo mínimamente en el estado de bienestar porque la salud depende muchísimo más de los hábitos y comportamientos, de las condiciones de vida, de la economía y de la alimentación, del estado de las carreteras, de la habitabilidad de las casas, del saneamiento del agua potable, que de la ciencia médica. Saben que la salud no atañe únicamente ni principalmente a la medicina, sino a toda la población, a todos los profesionales. Que la educación para la salud tiene infinitamente más poder para asegurar el bienestar que el mayor laboratorio del farmacéutico del mundo.

Todo eso lo sabemos quienes hemos trabajado en salud pública y, tristemente, lo estamos comprobando ahora en Fuentes debido al preocupante aumento de casos de covid. Estamos comprobando una vez más que son los comportamientos los que determinan la curva de incidencia de cualquier enfermedad, ahora del coronavirus, y que la medicina va siempre detrás apagando el fuego que prenden la inconsciencia y la ausencia de civismo. Vemos cómo, después de cualquier fecha señalada (Navidad, Semana Santa, Carnaval...), viene un repunte de positivos y que el sistema sanitario a duras penas acude a paliar la situación cuando puede y como puede. Que puede poco, la verdad.

Durante unos años, después de la citada conferencia de Alma Ata, y tras vencer la dura resistencia corporativista de los colegios de médicos (no querían perder el poder que les daba el ser detentadores de la salud de la ciudadanía), se primaron los sistemas de salud pública, la promoción de la salud y la educación sanitaria. Pero aquel sueño duró poco. Los intereses médicos y de la industria farmacéutica han logrado ganar la batalla y nos han devuelto al modelo de medicina reparadora y al "hospitalocentrismo". A la medicina como ciencia en posesión exclusiva de una casta a la que hay que rendir pleitesía. Al brujo de la tribu, en este caso equipado con la pócima del medicamento curalotodo. No es causalidad que la consejería de Salud haya anunciado el próximo cierre de la Escuela Andaluza de Salud Pública, principal baluarte de los valores de Alma Ata.

En consecuencia, el sistema en el que estamos nos aboca a una dependencia absoluta de la medicina, pero ésta no tiene el remedio absoluto e inmediato. Mientras llega la vacuna, seguirá habiendo brotes y rebrotes, en tanto la población sigue sin aceptar la evidencia de que el mejor remedio no es el ideal (la vacuna) sino el posible, las mascarillas, la distancia de seguridad y la higiene de manos. Tenemos la mejor vacuna posible en este momento, la prevención, pero no la utilizamos o lo hacemos de forma incorrecta. La prevención ha demostrado su eficacia y hemos estado, hasta la semana pasada, a punto de quedar libres de covid. Y la falta de prevención también está demostrando sus efectos. Pero seguimos aferrados a un sistema sanitario que supuestamente nos va a resolver el problema. Lo que pasa es que, de momento, no puede. Así las cosas, parece que estamos abocados a una cuarta ola.