Querido José Manuel: Me alegraré que al recibo de la presente, te encuentres bien. Nosotros, también, a Dios gracias.

Aquí, en el pueblo, las cosechas vienen raras este año, vamos a andar cortos de uvas y de aceite y hace tanta calor que ni es preciso encender las barbacoas en la casa que los primos tienen en el río; que su cauce viene escasito de caudal, por cierto, como cuando nos cortaron el agua por la noche; así que no se cómo se las va a apañar la Junta para los regadíos de Doñana porque incluso el alcalde de aquí ha decidido cerrar hasta la fuente, que parecía un jacuzzi, tan calentita como la alberca del tío Bartolo.

Contesto con estas líneas a aquella carta musical tan hermosa que nos enviaste a mediados de los años 80 del siglo pasado. Cuántas buenas noticias tuyas desde entonces, amigo mío. Cuántas veces nos enamoramos “Por ella”, cuántas sentimos la vida entre dos aguas, o cuántas viajamos contigo a los confines del alma. 
Nadie te regaló nada en los pentagramas de la supervivencia. Lo que tienes, lo ganaste a pulso, canción a canción. Pero, como te digo, nos pasan cosas raras de un tiempo a esta parte: el cielo de nuestras noches se llena de extraños satélites, que no son las Perseidas, las lágrimas de San Pedro de cuando fusilaron a Blas Infante. Pareciera como si hubieran llegado los extraterrestres, que es lo que nos faltaba después del Covid, de la inflación y de la guerra de Ucrania. Pero dicen que son satélites de un millonario que seguramente logre que tus composiciones puedan oírse en Sudán, entre tiroteo y tiroteo. Ojalá, porque la música amansa a las fieras y valga también que la tuya amanse a las nuestras. Porque somos todos nosotros quienes nos hemos vuelto marcianos últimamente.

Te noto enfadado de un tiempo a esta parte y cada vez que te leo en las redes sociales, me acuerdo de nuestro Silvio y de su “vengo buscando pelea”. El desahogo, lo sé de buena tinta por experiencia propia, ahorra muchas facturas de psiquiatra. Si no dejamos salir la mala leche, se nos agria el espíritu y nos volvemos viejos cascarrabias, abuelos cebolletas, de los que creen tener toda la verdad todo el tiempo.

El otro día te metiste con el presidente en funciones y conmigo mismo por votar a los sanchistas bolivarianos, pero no te lo tengo en cuenta porque sé que tienes esos prontos y supongo que ya se te pasarán; porque tú sabes que pasa la vida, que es mucho más corta que la historia y conviene disfrutarla como hemos hecho tanto juntos en ferias y en jolgorios, en la complicidad de Paco de Lucía o de Carlos Cano, en el territorio común de la alegría, que es mucho más fértil que el de la amargura. 
¿No crees que ya va siendo hora de que recobremos los susurros? Y no se trata de que dejen de llamarte facha o dejen de llamarme rojo, sino de que dejemos de comportarnos como los pandilleros de Grease o de West Side Story.

Aquellos que jaleaban tus himnos patrios, te han cancelado dos bolos por pasarte de la raya, cuando a ti la raya que más te gusta es la del Rocío, la del olor de los caballos, del vino y de la fe, esto es, la esperanza en una Virgen o en los seres humanos, según se tercie. A los demócratas no nos gusta que amordacen a los artistas, ya sea a ti o a los raperos exiliados por chotearse del Borbón; ya sea al “Orlando” de Virginia Woolf o a Lope de Vega, por muchas vergas de gomaespuma que saquen en honor al vigor legendario del Fénix de los Ingenios.

Pero a ti no quieren cerrarte la boca por lo que cantas sino por lo que opinas. Como si, salvadas sean las distancias, dejáramos de leer a Jorge Luis Borges por sus desmedidos elogios a Augusto Pinochet. Para quienes creemos, con Luis Cilia, en la fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza, no cabe poner sordina a los desvaríos, como ocurriera con el Don Guido de Antonio Machado. La democracia es una plaza pública donde caben hasta los exabruptos. Sin embargo, querido, ¿no crees que ya va siendo hora de que recobremos los susurros? Y no se trata de que dejen de llamarte facha o dejen de llamarme rojo, sino de que dejemos de comportarnos como los pandilleros de Grease o de West Side Story. Que si estamos de acuerdo en que corremos peligro de incendio, no le echemos leña al fuego sino que más nos valiera convertirnos en bomberos voluntarios.

Tenemos que explicarnos, no que increparnos; intentar comprendernos, aunque no nos convenzamos. No quiero que me justifiques, no quiero justificarte. Quiero darte un abrazo como siempre hicimos, aunque no acabe de gustarte que yo sea un gordo progre ni a mí, que tú seas un flaco pijo. Pero somos imperfectos amigos, qué alegría más grande.

Estamos demasiado concentrados en las pantallas del móvil para no percatarnos de que podemos charlar en paz con quienes están a la vera. Hablar y reírnos nos diferencia de los animales. Tal vez debiéramos hacerlo más a menudo. Así no tendría yo que querer vencerte ni tú, querer ganarme. En unos cuantos caracteres, no cabe toda esta conversación. ¿Cómo decirte, en tan reducido espacio, que tu España, por ejemplo, parece incompatible con la mía, pero entre las dos y las de los otros 48 millones de compatriotas, vengan de donde vengan, construiremos la nuestra, la del futuro? Esa, que quizá necesite algún que otro zurcido para sus costuras, o sacarle el dobladillo para que sus pantalones aguanten otra temporada más. Como cantaba Víctor Manuel en tiempos constituyentes, aquí cabemos todos o no cabe ni Dios.

Yo no soy tu enemigo, bien lo sabes. Ni el de España. Como bien sé que tú tampoco eres enemigo mío. Pero hay días en que pareciera que podríamos volver a coger el Cetme de la mili y echarnos a la calle a tiro limpio, si no fuera porque tenemos que comprarle a los niños los libros de texto y las hipotecas no aguantan otra guerra civil.
Venimos de un tiempo en el que la gente se sentaba al anochecer, a las puertas de sus casas, en las sillas de enea de la convivencia, a tomar el fresquito, que tanta falta hace. A los transeúntes, les decían simplemente “con Dios” o les brindaban asiento y unos y otros echaban la lenta cigarrada de una conversación. Quizá sea eso lo que hoy nos falte.

Estamos demasiado concentrados en las pantallas del móvil para no percatarnos de que podemos charlar en paz con quienes están a la vera. Para hablar, verbigracia, de que los platillos volantes de Elon Musk nos impiden ver las estrellas o que la peor sequía que nos acecha, sin duda alguna, es la del pensamiento.

Recuerdos a la familia y mucho éxito. Opines lo que opines, sigue haciendo buenas canciones. Nos hacen falta incluso a los que supuestamente queremos destruir tu patria. Que sigue siendo la mía, querido José Manuel. Mándame tu dirección a vuelta de correo, para enviarte algún libro de Manuel Chaves Nogales, que habría que releerlo.