Celedonio le puso nombre propio en Fuentes al oficio de afilador. Para muchos fontaniegos que vivieron a mediados del siglo XX el nombre de Celedonio todavía ilumina en sus recuerdos la imagen de un hombre encorvado sobre una rueda de amolar acoplada a un carrillo de madera y accionada por un brazo articulado movido por un pedal, también de madera. Bastaba que Celedonio accionara aquel pedal para que de la rueda de esmeril brotase una fuente de fuego, igual que la cola de un cometa, tan misteriosa para los niños como el afilador que manejaba aquel artefacto, tan misteriosa como la cigüeña amaestrada que habitaba su casa de la calle del Bolo. Cigüeña tan negra de hollín como el mandil del afilador.

Le puso nombre al oficio de afilador y se quedó sin otro nombre que el de Celedonio. Nadie recuerda su nombre completo. Celedonio y nada más, tan pobre era. El afilador tenía fama de hombre reservado, casi huraño, muy suyo, aunque atento y servicial con sus clientes. En aquellos años, decir que alguien era afilador y pobre era una cruel redundancia. Reiteración tan innecesaria como unir el sustantivo Celedonio con el adjetivo afilador. Menos unos pocos, casi todo el mundo era pobre en Fuentes. Y aunque haya habido otros afiladores en Fuentes, ninguno como Celedonio. Ni casi más Celedonio que el afilador, aunque hubo un fontaniego con ese mismo nombre, hermano de Mamurcia, según cuentan los más viejos del lugar.

Celedonio acudía diariamente puntual a su puesto de trabajo en la antigua plaza de abastos, junto a la puerta de la Matildita, donde ahora está el estanco de la calle Mayor. Invariablemente, cubría su cabeza una gorra negra, debajo de la cual encontraba acomodo una nariz algo aguileña, unas cejas grises y unos labios amarillentos de nicotina, de cuyas comisuras emergía siempre un cigarro. El humo de los Ideales y Celtas Cortos formaba una nube perenne en las cejas grises del afilador. Ideales y Celtas eran su marca de tabaco, la única que había por entonces al alcance de los bolsillos menos abrigados. De arriba abajo, la corta y doblada estatura de Celedonio continuaba en una oscura cascada de tizne en forma de chaqueta verdinegra, pantalón gris y botas de lona.

Alzado sobre sus patas, el carro de amolar era la prolongación de Celedonio, que de rato en rato llevaba a sus labios el chiflo de afilador y soplaba su melodía de tonos agudos. No necesitaba pregonar mucho su "¡afilaó! Había mucho cuchillo, navaja y tijera que afilar en la confluencia de las calles Mayor, Primo de Rivera, Hornos y Marquesa de Estella de entonces. Y muchas varillas de paraguas que enderezar y ollas que restañar con estaño. La plaza de abastos era un hervidero de carnicerías y pescaderías. La ausencia de cámaras frigoríficas obligaba a los carniceros a hacer la matanza cada día, lo mismo que las familias compraban para la comida del día, con frecuencia de fiado.

Celedonio tenía clientela asegurada en los seis puestos de carne de cochino, tres de pollo y pavo, uno de borrego y tres de pescado que ofrecían su mercancía a todo Fuentes. "La milla de oro", que dicen ahora. Con más frío en invierno y más calor en veranos que todos sus vecinos de negocio, el modesto puesto ambulante del afilador compartía privilegiada ubicación con cuatro barberías (Reparito, el Ligero, Mamurcia, y el Condito), cuatro tabernas (Faustino, Paco España, Francisquillo y los Catalinos) y seis tiendas (Diego Millán, Matruco, el Tío la Maleta, Luis la Roeta, Sebastián Márquez y la Matildita), además del estanco de la Pepa Amalia.

Buen afilador, la verdad no era Celedonio. Y para colmo tenía la competencia de Valentín, un gallego casado con una marchenera que de vez en cuando bajaba del tren en la estación de Fuentes con su rueda y recorría las calles pregonando su buen hacer en el manejo de la piedra tarazona, nombre con el que se designa en Galicia la máquina de esmeril. Galicia fue siempre cuna de grandes afiladores. Los barberos no se atrevían a entregar a Celedonio sus navajas de afeitar (las mejores, de factura alemana) por miedo a que se las embotara. O las mandaban a afilar a Córdoba o se las confiaban a Valentín, el gallego marchenero.

Muy poco se sabe de los orígenes de Celedonio, más allá de que había nacido en Fuentes. Nadie recuerda sus apellidos. Estaba casado con Carmen, que trabajaba de moza de limpieza en la tienda de Jerónimo Cillero, aquel comerciante de jabones y perfumes de la calle Mayor, afincado en Écija, que se hacía pelar en casa con sus propios útiles. Primero vivió junto al actual juzgado de paz, después en la calle del Bolo y, finalmente, en el Calvario, donde ejercía medio de sacristán, medio de guarda, mientras Carmen mantenía la ermita medio en condiciones para recibir la visita de los fieles. Un hermano de Celedonio llamado Vicente era el mozo que ayudaba con las maletas a los viajeros de la estación.

Cierto que Celedonio no estaba dotado del mejor arte de afilar, aunque la personalidad y el aura de figura misteriosa le aseguraba la permanencia en la memoria de varias generaciones. Sus aliadas en esas lides del misterio fueron una cigüeña sucia y glotona y una culebra amaestrada. Vivía Celedonio en la calle del Bolo, dentro de un cubil con más traza de madriguera que de casa. Oscura, sin luz, y sucia como todo. Las partes blancas de la cigüeña habían desaparecido años atrás por el efecto de la mugre que lo invadía todo y, de lo ser por la extensión de las patas y el pico, podría haber pasado por ser un gran cuervo. Decían entonces que la culebra y la cigüeña dormía en la misma cama que Celedonio.

A aquella casa acudía una patulea de niños de todo Fuentes a pedirle a Celedonio que les pusiera jerrones a sus trompos. El afilador fijaba el trompo en el tornillo de su banco de trabajo y se ponía unos rejones de hierro que él mismo templaba en su fragua y que eran infalibles en las batallas por ver quién le abría más pronto la cabeza al trompo del adversario. Cobraba una gorda por dotar de rejón un trompo. Pero Celedonio ponía el precio especial de tres chicas a los niños que, con el trompo para su herraje, le llevaban, en una pajuela, una sarta de chicharras y cigarrones para alimentar a la cigüeña. El miedo a la culebra, a la figura encorvada del afilador emergiendo de su covacha y la misma vivienda que exhalaba un tufo ácido y húmedo, retraía a otros muchos chavales.

Aquel artefacto del afilador, situado junto la tienda de la Matildita, en la calle Mayor, encandilaba con su surtidor de chispas a todos los niños. El "Júpiter de la rueda" de amolar, como bautizó Pérez Galdós a su afilador de "La Corte de Carlos IV" tenía algo de alquimista, de mago amaestrador del fuego y las culebras. Cuando algún carnicero de la plaza le arrimaba un cuchillo mellado, la rueda de Celedonio echaba a andar y de inmediato una cola de cometa iluminaba los sueños infantiles. ¿Y si un día aquel artilugio hubiese salido volando impulsado por el chorro de ascuas? Por aquellos años se hablaba de que pronto el hombre viajaría a la luna y de aviones que volaban "a chorro". Celedonio pudo ser en realidad un extraterrestre o un astronauta que un día montó su rueda mágica y se perdió más allá de las nubes, donde los cometas van y vienen.

(Con informaciones de Manuel Ramírez, "Maestro Olla" y Fernando Milla)