Recuerdo un domingo de verano en la playa de Salobreña, recuerdo que fuimos con los hermanos de mi padre. El Mediterráneo azul, la sandía enfriándose en el agua, las sombrillas, las neveras, los filetes empanados… Recuerdo el regreso a Granada en caravana. Recuerdo el Dyane 6 de mi tío Juan cayendo por un balate. Afortunadamente, salvo para una de mis primas, fue más un susto que otra cosa. Tiempo más tarde celebramos que todo podía haber sido una tragedia, pero no lo fue. Aquel día del accidente fue la primera vez que vi llorar a mi padre.
Mi padre fue un niño en la postguerra con su padre encarcelado por rojo. Como toda su generación, resistió con resignación la pobreza y la falta de libertad; la vida lo hizo duro. En mi casa, como en todas, se repetía una frase que aquel día puse en cuestión: “los hombres no lloran”. Con el paso de los años vi llorar muchas veces a mi padre, se acostumbró a dejar escapar sus emociones sin que para él fuese un síntoma de debilidad.
Una de las ventajas de no ser británicos es que podemos expresar rabia, dolor, pena, alegría. A veces lo hacemos con vergüenza y disimulamos diciendo: “tengo algo en el ojo”. Pero lo que ocurre es que nuestra parte más primitiva, la más humana, toma el control. Es posible que lo único que nos diferencie de la inteligencia artificial sea esa parte “animal”. Aunque no sé si en una sociedad cada vez más deshumanizada estará bien vista. Igual un día se prohíbe la vehemencia, mostrar enfado, apenarse o reír a carcajadas.
Como se está poniendo el orbe, es posible que llorar vuelva a ser “cosa de niñas, mujeres y maricones”. Puede que vuelva la moda del macho ibérico, del “Torrente” de pelo en pecho. Yo creía que ese mundo había muerto, pero me equivoqué. Está reviviendo en los más jóvenes, educados con vídeos de TikTok, en la empatía con nada y el culto al ombligo.
Me estoy haciendo mayor y además de que se me están cayendo todos los pelos de la lengua, lloro con más frecuencia, quizá ahora soy más humano o más sauce, quién sabe. Escucho a Pavaroti, ¡“Nessun Dorma”! y sufro el síndrome de Stendhal, abrumado por la belleza. Veo a un niño pequeño en la tele. No entiendo lo que dice. El crío tiene los ojos inyectados en rabia. Se agacha, coge un puñado de arena y se lo mete en la boca. No hace falta saber una palabra de árabe. Su rabia es la mía, su impotencia es la mía, sus lágrimas también. Me indigno y no puedo hacer nada más que llorar, pero eso a él no le sirve de nada.
Un médico especialista en dolor ajeno, se derrumba cuando le traen los cadáveres de sus propios hijos tras el último bombardeo en Gaza, pero no se puede permitir el dolor propio, se pone en pie y sigue salvando vidas. Veo a compañeros periodistas llevando el cuerpo de un colega caído, con el chaleco antibalas intacto. Me indigno ante las lágrimas de cocodrilo de una Europa, de un mundo, que no hace nada, hasta que sea tarde para todo. Escucho el silencio cómplice de quien llora por un ojo, mientras con el otro cuenta el dinero resultante de la infamia. “No es personal, solo negocios”.
Mineros, hombres como castillos, lloran al sacar los cuerpos de sus compañeros de las entrañas de la tierra, no sobrevivieron a otro derrumbe más, la seguridad no es rentable. Padres que reciben una carta del ejército ucraniano con una medalla adjunta diciendo que “desgraciadamente…” Mientras, Netanyahu propone el Nobel de la Paz para Trump, ellos, Putin y otros desalmados, cabalgarán pisoteando la dignidad humana hasta que no crezca la hierba.
Este mundo es un horror, quiero evadirme y llorar a moco tendido, pero no de pena, sino de risa ¡Encannnaaaa! Quiero que la guerra me la cuente Gila. Troncharme con Chaplin, viajar en tren con Buster Keaton o con los hermanos Marx, ¡“más madera”! Mariano y Maruja viven en la España de Forges, Mortadelo y Filemón en la de Ibáñez, mucho mejor que la real. “Les Luthiers” saben que la musa de la danza es “Esther Piscore”. Quiero ver a Jack Benny y Carole Lombard, en “Ser o no ser” y oír Jack Lemon diciendo “nobody´s perfect”.
Cada día me parezco más a mi padre. Él me enseñó, sin decírmelo nunca, que los hombres sí lloran, que las personas tenemos neuronas, pero sobre todo tenemos piel. También me enseñó la cara que hay que ponerle al mal tiempo. Quiero seguir su ejemplo, lo intento, pero dudo de que esté a su altura. Vivimos penas y alegrías. Lo pequeño y cotidiano es lo más importante, tal vez lo único. Vivamos intensamente la risa y la rabia, la pena y la pasión porque al igual que nosotros “todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia”.