Hasta aquí, en los artículos anteriores, el contraste entre dos maneras de actuar: la política de la confrontación y el modelo de Loewy, que partía de la escucha y el conocimiento de lo real para transformar, sin imponer. Pero si queremos profundizar de verdad en el trasfondo de este momento político, conviene ir más allá. Para ello me apoyaré en un texto imprescindible para comprender las grietas de nuestras democracias contemporáneas: El siglo del populismo, de Pierre Rosanvallon, uno de los pensadores más lúcidos en el análisis de los límites, los mecanismos y las mutaciones de la democracia contemporánea.
El problema que venimos tratando está estrechamente ligado a la crisis de la representatividad. La solución que propone Feijóo, en sintonía con el populismo que contribuye a normalizar y del que, en última instancia, depende para alcanzar el poder, es en sí misma una vía populista: reducir la política a una dinámica de enfrentamiento, blanquear la difamación, despojarla de matices, personalizar el poder, erosionar los espacios de deliberación y debilitar la complejidad democrática. Nada hay más sospechoso que intentar convertir la difamación en normalidad. Sin embargo, como advierte Rosanvallon, si de verdad queremos que el populismo pierda atractivo, la respuesta no es simplificar aún más, sino exactamente lo contrario: complejizar la democracia, multiplicarla.
La democracia no es un sistema acabado; es, por naturaleza, experimental, en permanente exploración. Esto se refleja, entre otras cosas, en el principio de representación, un pilar esencial de la idea democrática. Por eso, en un momento en el que el populismo se afianza en su rostro más siniestro y en el que, por múltiples razones, la confianza en los representantes se deteriora, la elección de un perfil como el de Tellado para ocupar un cargo de portavocía —alguien capaz de faltar a la verdad, degradar el debate y ondear el insulto como bandera— no es un simple trámite, es un desafío frontal a la democracia, en la más pura línea trumpista.
Frente a estos atajos populistas, los representantes de la coalición de izquierda deben ofrecer, como plantea Rosanvallon, una solución más pertinente, ética y ambiciosa a esta crisis de representación: multiplicar las modalidades de expresión democrática más allá del acto electoral, indispensable pero claramente insuficiente. Esto implica reforzar los vínculos entre representados y representantes a través de lo que Rosanvallon denomina democracia interactiva, es decir, mecanismos permanentes de consulta, información y rendición de cuentas.
Ampliar los procedimientos e instituciones democráticos implica superar la idea de democracia como mera autorización, esa visión reduccionista que entiende la política como un cheque en blanco otorgado en las urnas. La vida democrática no se agota en las instituciones representativas; se juega también en la gestión cotidiana, en la toma de decisiones, en el ejercicio del poder ejecutivo, que es, al fin y al cabo, la cara más próxima y tangible del Estado para la ciudadanía.
De ahí que la exigencia democrática ya no pueda limitarse a las elecciones, sino que debe extenderse al modo en que se gobierna. Para la mayoría social, la falta de democracia se traduce, en lo concreto, en no ser escuchado, en ver cómo se toman decisiones sin consulta, cómo los ministros eluden sus responsabilidades, cómo los dirigentes mienten impunemente, cómo la corrupción se enquista, cómo la élite política se aísla, rehúye el control ciudadano y limita la rendición de cuentas, mientras los tribunales se utilizan de forma interesada como herramienta de desgaste político. Ahí es donde cobra sentido la idea de una democracia del ejercicio, que Rosanvallon reivindica como la vía para que los ciudadanos recuperen funciones y espacios democráticos que, durante mucho tiempo, han estado monopolizados por los parlamentos y los canales institucionales tradicionales; canales que tienden a transformar la democracia en un mero ritual de autorización, donde la ciudadanía vota cada cierto tiempo, pero no participa ni influye en las decisiones cotidianas.
Esa democratización exige comprender que el poder no es un objeto, sino una relación. Lo que define si vivimos en una situación de dominación o en un espacio de autogobierno no es el organigrama formal, sino la calidad de esa relación entre gobernantes y gobernados. La democracia de confianza que Rosanvallon propone se construye a partir de dos virtudes que hoy parecen casi revolucionarias: la integridad personal y la palabra que perdura, el compromiso que no se esfuma al día siguiente. Virtudes que deberían ser exigibles no solo a los representantes electos, sino también a las autoridades independientes, a los magistrados, a los funcionarios y a toda persona que, de un modo u otro, ejerza un poder sobre los demás.
Nada más alejado de ese ideal que la elección de portavoces de la bronca, de perfiles diseñados no para escuchar ni transformar, sino para embestir. La política que necesitamos se parece mucho más al método de Loewy que al repertorio de Trump. Más escuchar, menos incendiar. Más diseño para la convivencia, menos espectáculo para la confrontación.