Contaba el genial Rafael Azcona que, siempre que en su casa había risas, su madre decía: “mucho nos estamos riendo, ya lo pagaremos”. Supongo que temía que el destino le pasase factura más tarde.

En 1966, cuando para los alemanes, justo al otro lado de los Pirineos, estaba El Magreb, una voz nasal y un poco gangosa, informaba en el No-Do sobre un distrito de la ciudad Bonn, seiscientos trabajadores disfrutaban con la llegada de una artista española de la época. Muchos compatriotas, mayoritariamente andaluces, vibraron aquel día con los acordes de “El Toro Enamorao de La Luna”. La música y el baile de Marisol obró un milagro y, por un instante, se vieron en su pueblo añorado. Al terminar la actuación, la artista, vestida con traje de gitana, les dijo que “volvieran pronto y que trajeran mucho, mucho dinero”. Llegaron marcos a espuertas a España los años siguientes, tantos como para evitar la bancarrota de la dictadura.

Me imagino la cantidad de veces, que algunos habrán contado el día que se emocionaron escuchando a Pepa Flores. Sintieron la pertenencia a su tierra y, por un instante, a sus grises vidas como emigrantes en Alemania les salieron lunares de colores. Aquel día fueron mucho más que mano de obra barata dedicada a trabajar y gastar nada para volver a casa en coche propio. Triunfadores, podrían contarles a su vecino la superioridad de un motor alemán y cómo brillan los carteles luminosos de neón. El ser humano necesita pavonearse cuando tiene éxito. Por eso todos los emigrantes dicen haber triunfado cuando vuelven, aunque no sea del todo cierto.

Muchos años más tarde, ya en una Andalucía rica, las temporeras de la fresa de Huelva se ponen sus mejores galas para recibir un regalo inesperado. En un suspiro, el dolor de espalda y la añoranza de los hijos que han dejado en Marruecos se esfuman. La alegre música Chaabi empieza a retumbar en el campamento en el que viven. Durante un rato, también se trasladan mentalmente a su tierra. Los artistas bajan del escenario animando a las mujeres a bailar, aunque muchas no necesitan más estímulos para dejarse llevar por el ritmo trepidante. Otras, quizá las más tímidas, se contentan con flotar en la nube, en la que se confunden el júbilo y la melancolía.

La felicidad, efímera e infrecuente, esquiva por naturaleza, hay que guardarla para siempre, registrar cada instante. Tan contentas están, que recuerdan a quinceañeras excitadas en un concierto de los Beatles. Es como si escuchasen música por primera vez. De inmediato, desenfundan sus móviles para dejar en vídeo testimonio del momento. “Inshallah” no les falle el aparato y puedan mostrarle cuando vuelvan, una, otra y otra vez más, el acontecimiento mágico a sus familias, grabado ya para siempre en sus retinas. Otras incluso, lo retransmiten en directo, rogando para que aguante la batería. Se miran unas a otras cómplices, reafirmando su pertenencia tribal.

¡Qué bonito es escuchar la letra en árabe, la música en árabe, el son vivo magrebí! Ahora, no se puede ser más feliz, están en el paraíso, aunque éste, esté rodeado de un océano de plástico. Se es menos extranjero cuando se oye la voz de la cultura propia. Después, los problemas, las penas y los anhelos, volverán a ocupar su universo mental. Poco dura la felicidad en la casa del pobre.

Es pasajera la alegría para las personas que migran porque en su interior siempre habita la nostalgia. Por eso hay que atesorarla, desaparece en un tris. Más tarde, sólo quedan los recuerdos de momentos irrepetibles de felicidad absoluta. Como el día que sonó música “Chaabi” en Lepe o “El Toro Enamorao de La Luna” en Bad Godesbreg.