Cuídate de venir a Bafatá si no quieres quedarte para siempre en África. No comas nunca pescado de cocri si quieres volver a tu casa en Europa. Si te cortas las uñas llévate los restos en el bolsillo porque, si no, tarde o temprano tendrás que volver a África a recogerlos. No visites Guinea-Bissau si temes llegar a tu destino hecho trocitos o con los órganos fuera de su sitio. Los riñones en las tripas, las tripas en el hígado y el corazón en la garganta. No vengas si huyes de dejar las pupilas colgadas para siempre en un horizonte de palmeras con fondo de cielo azul turquesa o de la elegancia de mujeres vestidas con telas de colores de otro mundo, tonos nunca vistos del naranja, el verde, el rosa, el blanco...

Las uñas cortadas, los cocri del río Geba, los palmerales, los ojos infantiles y el colorido inimaginable son los sortilegios que África utiliza para atrapar a los incautos. El continente es un encalladero, el arrecife donde quedan varados para siempre personajes que un día, nadie recuerda ya cuándo ni por qué, tocaron fondo en sus rompientes de aguas someras y cayos de arenales infinitos. Personajes que nunca más volverán a navegar por otros mares porque se cortaron las uñas sin tomar las debidas precauciones, comieron cocri, fijaron la mirada en un horizonte interminable de palmeras, en los ojos de una niña risueña o en los ropajes majestuosos. Elegancia parisina sin haber salido jamás de una aldea perdida en la selva. Gracia natural. Hijas de reyes, nietas de diosas y hermanas o esposas de vendedores de pañuelos en los semáforos de Europa.

Esta parte de África no admite términos medios: te atrapa para siempre o te expulsa sin contemplaciones. Antonio lleva 14 años varado en el hangar de la rotonda de Bafatá. Maldiciendo el día en el que se aventuró por estos parajes, pero incapaz de encender el motor, recoger el tren de aterrizaje de su avioneta Cesna 188 Truck y dejar atrás el cobijo de Maimuna y Sofía, esposa e hija de este ex piloto de fumigación. Odia y ama África a partes iguales. A todo el que llega le advierte “amigo, nunca debiste venir a África, pero ya que estás aquí huye antes de que sea demasiado tarde”. A él le atraparon el espejismo de los infinitos cultivos de arroz bajo las alas y, al anochecer, los ojos profundos de las hijas de los reyes, nietas de los dioses y hermanas de los vendedores de pañuelos en los semáforos de Europa.

Antonio maldice y respira, respira y maldice. Dejó en Galicia una familia para crear otra en África. Maimuna y Sofía. Nunca ningún miembro de su familia europea le visitó en Bafatá. ¿Qué se les había perdido a ellos en el continente más olvidado? Maldice y respira. Los negros no valen para nada bueno. Su esposa y su hija son negras. Respira y maldice. No es gente fiable. Maldice y respira. Un día volverá a España, pero es tan difícil vender las tierras adquiridas en estos años. Respira y maldice. ¿Cómo dejar atrás tres lustros de una vida en África? Nunca debió mirar a los ojos de diosas vestidas con ropajes de otro mundo.

Antonio, en la rotonda de Bafatá

Estos parajes están poblados también de tiempo detenido. Telarañas en los tejados de infinidad de cerebros. Hace años que Ernesto quedó enredado en los hilos del olvido. Cuando la dirección general de Correos decidió liquidar el servicio de cartería y paquetería, Ernesto dirigía la estafeta de Bafatá. Ernesto siguió acudiendo a su puesto de trabajo día tras día, mes tras mes y año tras año como si no hubiera pasado nada. El hecho de no recibir su nómina no impidió que cada día abriera las puertas y las ventanas de su oficina, repasara las cartas cuyos destinatarios nunca encontró, inspeccionara el fondo de la caja fuerte que nunca guardó dinero y esperara la llegada de alguna madre ansiosa de recibir noticia de un hijo emigrado en otro continente.

Nunca más entró ni salió de su oficina ninguna carta, pero él siguió fiel a su promesa de cumplir con las obligaciones del cargo de jefe de Correos. Asomado a una ventana cuyos cristales mugrientos fueron cayéndose de puro viejos, Ernesto ni vio la espesa capa de polvo que fue cubriendo el teléfono de disco giratorio y la báscula que un día le había servido para ponerle precio a los paquetes ni entendió el mensaje que le mandaban los desconchones que iban corroyendo las paredes y el techo. Cuando quiso darse cuenta tenía los pies sumergidos en el agua que entraba por todas partes. Lo que venció a Ernesto no fue la incompetencia de la dirección general de Correos ni el frío que le subía por las piernas empapadas. Un aciago día Ernesto adquirió el covid que lo llevó directo a la tumba.

Ernesto, en su oficina de correos

Hay otros muchos Antonio y Ernesto en este amarradero de gente alucinada. Antonio es un empresario, también gallego, arruinado en la crisis de 2008 y reconvertido en comerciante de oro en África, afirma sin rubor que escapó de Europa huyendo de la dictadura española que pone limitaciones a la velocidad de circulación en coche e impide fumar en lugares cerrados. Lidia, una enfermera vallisoletana, le da la razón y añade a la lista que no se puede imponer a nadie el uso de la mascarilla o la vacunación contra el covid. La libertad individual como único norte.

El paisaje de este julio del infierno se va poblando de argumentos-detritus centrifugados por la confusa y negacionista sociedad europea que, en contacto con el calor pegajoso de la siesta en África, bajo el zumbido obsesionado de los mosquitos, cuece cerebros en un torrente de delirios, los poros de todo el cuerpo convertidos en volcanes de sudor y pesadilla. África te expulsa, África te atrapa.