Siempre me ha fascinado el color, quizá por eso decidí dedicarme a la fotografía. Me gusta ver la realidad con ojos críticos, quizá por eso soy fotoperiodista. Aunque la verdad es que los colores no existen, son una percepción singular, cada cual los ve de una manera distinta. La luz es blanca, se descompone en fracciones según su longitud de onda. Todas las tonalidades viven en ella y cuando no hay luz, desaparecen, solo quedan las tinieblas. La ausencia de color es la oscuridad. La ausencia de vida es el triunfo de la nada.

A 3.222km de Andalucía los colores están temblando. El verde desvaído, conocido como caqui, se está imponiendo al blanco nival en los campos de Ucrania. Domina la pena en las caras sonrosadas de los niños, mientras se despiden de sus padres en las estaciones abarrotadas. Los trenes son ahora botes salvavidas llenos de mujeres con sus hijos, muchos no volverán nunca, muchos no encontrarán a nadie que les espere a su regreso.

El rojo tiñe las calles en las ciudades y pueblos, haciendo que todos nos avergoncemos de ser seres humanos. El rojo mancha la frente de un hombre mayor que llora desesperado ante el cadáver de su hijo, mientras grita “chomu”, ¿por qué?, en un hospital atestado de heridos, de cadáveres. En otro lugar, un grupo de civiles intenta sin éxito impedir que un vehículo ruso acceda a su barrio, armados con banderas azules y amarillas. Al otro lado de la frontera, ya en Polonia, una mujer le hace señas a un voluntario, que sin decirle nada, acaba de ponerle un café caliente en una mano, señala una bandeja con bollos, el hombre le da dos. Los ojos verdes de la mujer se inundan de lágrimas. La solidaridad de mucha gente me reconcilia un poco con la humanidad.

Gris metalizado es el color de una maleta que sigue en pie, al lado de una familia que yace muerta en la acera de Irpin. Un niño de once años cruza solo la frontera de Eslovaquia, tiene un número de teléfono escrito con tinta azul en la mano. En Kiev, un miliciano armado con un fusil acaba de levantar una barricada con sacos terreros de color beige, ve una cámara de Televisión Española, cierra el puño, sonríe y le grita en español, “eh España, no pasarán”. Llegan voluntarios de todo el mundo para luchar contra el ejército de Putin. El resplandor amarillo de las explosiones se ve por todas partes. Antes, el único amarillo resplandeciente era el de las cúpulas de las iglesias ortodoxas.

En San Petersburgo, dos policías vestidos de azul marino se llevan detenida a una anciana de casi noventa años. Porta dos carteles en contra la guerra. Cuando era joven sobrevivió a los nazis en el cerco de Leningrado. Ya van muchos rusos detenidos por manifestarse en contra de esta salvajada. Los muros de las comisarías retumban con los gritos de los torturados rusos. Stalin sigue vivo.

Es muy peligroso ser periodista en Rusia. Muchos acaban en la cárcel, otros mueren en extrañas circunstancias. Pronunciar la palabra guerra también es delito. En Londres, una periodista ucraniana increpa a Boris Johnson pidiendo ayuda, se derrumba y rompe a llorar. Los corresponsales extranjeros hacen las maletas, se van de Moscú. Triunfa la propaganda y la mentira. Goebbels sigue vivo.

En un palacio de blancos mármoles, detrás de una gran mesa marrón, hay banderas imperiales de tres colores, rojo, blanco y azul. Un hombre sin color, sin brillo en los ojos, con un gesto hierático, a medio camino entre un zombi y un robot, justifica la invasión acusando de nazis a los ucranianos. Sin pestañear y con un tono de voz plano dice que los ucranianos son un peligro para Rusia, que pretendían tener armas atómicas. A continuación, amenaza al planeta con la tercera guerra mundial si algo se interpone en su camino. Mientras, en Kiev, el monumento a los treinta mil judíos asesinados por Hitler es bombardeado por el ejército invasor.

El mundo se va volviendo sepia, como las imágenes antiguas, esas que ya creíamos superadas, olvidadas en el desván de la memoria. Material para los documentales del Canal Historia, en la televisión de pago. Veremos fotos parecidas a otras, como la del miliciano muriendo por un disparo en Cerro Muriano, en nuestra Guerra Civil. Seguimos necesitando a fotoperiodistas como Robert Capa y Gerda Taro para entender lo que pasa. El blanco y negro triunfa sobre el arco iris.

Picasso volvería a pintar El Guernica. Las lágrimas de las víctimas son transparentes, tampoco tienen color, están hechas de dolor y sal.
¿Cuántas lágrimas descoloridas hacen falta para que acabe esta locura?