Contaba Groucho Marx (seguro que no era cierto) que su padre, sastre de profesión, siempre decía que un buen profesional no necesitaba tomar medidas. Solo con mirar al cliente ya sabía sus hechuras. Como resultado de esa práctica, la familia Marx no podía vivir mucho tiempo en ningún sitio porque quien le encargaba un traje a medida al señor Marx no repetía jamás. He pensado mucho en este personaje, seguramente ficticio, en relación con la impresión que nos causa una persona la primera vez que la vemos. He conocido, como todos, personas que me fascinaron al primer golpe de vista, otras en cambio me produjeron un mal rollo inmediato, antes siquiera de abrir la boca. Algunas de las “fatales”, llegaron ser amigos míos, pero más tarde me traicionaron, menospreciaron e insultaron, confirmando con su actitud que la primera impresión negativa que me dieron era correcta. De haber escuchado la voz de mi intuición, me habría ahorrado muchos dolores de cabeza, discusiones estériles y más de un desgarro.

La gente tóxica, me temo que cada día hay más en este mundo individualista, antipático y egoísta por encima de todo y de todos, viene siempre con una sonrisa, con un “te comprendo hermano”. Uno es respetado mientras les baile el agua, mientras consiga cosas, mientras haga un caldo bien gordo. Uno es genial siempre que sirva a sus intereses, dejando de ser interesante al dejar de ser rentable, si ya no puede arrojar beneficios…

Tengo la sensación de haber sido para muchos como una empresa cuya cotización en bolsa depende de los éxitos que coseche. Que me va bien la vida, me salen amigos de debajo de las piedras; que me va mal, mi cotización baja muchos enteros y me quedo solo. Dejo de ser una inversión rentable, nadie alardea de ser mi amigo porque no se pueden beneficiar de mi amistad en nada.

Deberíamos poder ver desde lejos quién llega a nuestra vida con buenas intenciones o lleva un puñal escondido en alguna parte. Muchos solo quieren sacarnos la manteca que puedan bajo el epígrafe de la amistad, antes de desaparecer. Deberíamos ver venir las malas intenciones, así como los problemas que se nos vienen encima, ésos que son capaces de aplastarnos de un solo golpe. Cuando nos damos cuenta, ya los tenemos encima, sin dejarnos tiempo para practicar la huida libre.
Vivimos en una especie de mesa de billar, en la que el destino golpea con fuerza un gigantesco taco que lanza bolas con gran ferocidad. Tenemos que estar tan atentos como Indiana Jones, para no fenecer por una torcedura de tobillo. Cuando creemos que hemos superado el obstáculo, una de esas bolas rebota en la banda y vuelve a nosotros con más fuerza aún. Somos insignificantemente confiados con los problemas, con las personas, con todo.

Quizá lo que ocurre es que preferimos vivir despreocupados, no estar en campaña permanente, con la mano derecha lista para desenfundar al menor síntoma de peligro. Fiarse de la gente, no desconfiar de todo el mundo, no poner en cuarentena a los desconocidos debería ser lo normal, pero no lo es. Seguro que muchos también toman precauciones ante mí. A menudo tengo que ir por la vida demostrando mi no culpabilidad ante un crimen que nadie ha cometido. Pienso “fíate de mí, no soy un mal tío”, pero comprendo que vivo en un lugar escarmentado. Aquí solo se valora el éxito personal expresado en billetes del Banco Central Europeo. Cómo se obtuvo el dinero es irrelevante, de dónde viene el pecunio, insignificante, a quién se ha pisado para conseguirlo, soslayable. A otros no tan jóvenes les preocupan mucho los “me gusta” de las redes socializantes.

¡Qué éxitos más tontos!

Sigo en la mesa de billar, atento a cualquier bola gigante lanzada por algún tóxico putrefacto. Claro que me preocupa esquivar una bola buena, una de punto, set y partido. Corro el peligro de perder la oportunidad de conocer a las mejores personas, ésas que te hacen crecer, ésas que escuchan, ésas a las que merece la pena escuchar. Así que siempre estoy dudando entre escuchar a mis instintos o a la razón. Somos el resultado de la gente, buena y mala, que hemos conocido a lo largo de nuestra vida. Lo malo también se aprende. Procuro no ponerlo en práctica. No porque no sepa cómo hacer la puñeta, porque no tenga capacidad para la maldad o porque no se me dé bien, sino porque no me sale el odio sostenido, la venganza fría, la mala leche descontrolada.

Intento digerir la vida, pero a veces se me hace bola. Espero, pacientemente, que el destino deje de jugar al billar conmigo.