Tenía entonces la plaza de María la Fresca tres barberos que parecían jugar a las tres esquinas -no había cuatro- y que fueron en Fuentes los precursores de la psicología mucho antes de que en las capitales existieran esos estudios de la mente humana. Eran los maestros Reparito, Mamurcia y Olla. Como era natural en este tipo de establecimientos, cada una de las tres barberías tenía su propio tema de tertulia. La del maestro Olla versaba invariablemente de fútbol. La de Mamurcia, de caza. Y la de Reparito, de mujeres guapas, famosas y protagonistas de deslumbrantes historias sin freno, no grises y reprimidas como las nuestras. Las tabernas también estaban especializadas, aunque ésa es otra historia.

¿Dónde creen ustedes que se cortaba el pelo el ex chaval que esto escribe? Lógicamente, en la barbería de Reparito, establecimiento que en el eco de la memoria tiene el nombre -y sobre todo los senos y la boca- de la actriz francesa Brigitte Bardot. En la barahúnda de aquella plaza de abastos, la barbería de Reparito era un resguardo, un fortín, una alcazaba. También era el pasadizo por el que se accedía a los sueños de un imberbe asomado al valle donde nacían los pechos de la mujer más bella del mundo. Entrabas en la barbería de Reparito dejando atrás el griterío de las verduleras, los golpes secos de los cuchillos carniceros y el olor nauseabundo de los puestos del pescado. Dentro, entre el perfume de Varón Dandi y los masajes de Floid, hallabas los labios carnosos de la Bardot, con sus dos dientes de conejo asomando de la boca entreabierta. Otro mundo. El barbero Reparito sabía cómo tratar a los clientes.

El maestro barbero se llamaba Cristóbal Lora y era doctor en Psicología por la universidad de la plaza de María la Fresca. Fueron sus maestros principales Manuel Lora Carmona, su padre, también barbero, y su tío Francisco, igualmente barbero en la calle Calderero, lo mismo que su primo Manuel. Reparito, hijo, sobrino y primo de barberos. Otro primo suyo, Antonio Armía, fue alcalde durante el franquismo y delegado de la ONCE, aunque eso no viene al caso. Reparito era maestro en escuchar y en entender a la gente, además de experto en loción Varón Dandi. Reparito le venía de su bisabuelo, que al parecer tuvo una mancha en un ojo y decían que tenía un "reparito". Reparito fueron también su abuelo y su padre. Viva el vino y las mujeres, cantaba Manolo Escobar.

Las tertulias de las barberías estaban especializadas, como decíamos. Fútbol, caza y mujeres. Sota, caballo y rey.  Durante la república hubo quien introdujo la política en el repertorio, pero después de la guerra el que quisiera ir a la cárcel o no volver a trabajar en toda su vida sólo tenía que hablar de lo prohibido. No había otra cosa. Bueno, sí. Hubo un tiempo en el que toda conversación giraba en torno a la figura del Lute, aquel gitano prófugo que tuvo en jaque a la policía franquista. En las barberías era el tema obligado, algo que ponía de los nervios al régimen porque era una forma solapada de hablar de política. El Lute, bandolero popular, a la vez temido y admirado, ponía en cuestión la eficacia de un sistema policial y carcelario que presumía de no tener fisuras. Muchos hablaban de política sin saber que lo hacían, mientras una minoría avivaba contra el régimen el debate sobre el famoso delincuente.

El Lute

Cristóbal sabía lo que queríamos oír. Todo era entrar por la puerta y empezaba a hablarme de Brigitte Bardot, aquella actriz, cantante y escritora francesa que me tenía enamoradito perdido. "Brigitte Bardot te coge, te pega dos besos y te da un infarto", me decía antes del primer tijeretazo. A partir de ese momento me daba igual lo que aquel indio Sioux hiciera con mi abundante cabellera. En mi cabeza ya sólo brillaban los amantes que acumulaba la Bardot -42 en 45 años, según la prensa francesa- entre cantantes, actores, músicos y multimillonarios. Sin lugar a dudas, yo tardaría algo más en lograrlo, pero me sumaría a la nómina de sus amantes.

Los chavales éramos asiduos a las novelas de género rosa y Cristóbal, que nos calaba desde lejos, me hablaba de La dama de las Camelias, de Alejandro Dumas, obra inspirada en un romance vivido por el propio escritor con Marie Duplessis, joven cortesana de París que mantuvo relaciones con grandes personajes de la vida social de su época. Otra cosa que sabía Cristóbal era que me gustaban los cigarrillos Ruling. Reparito ponía la cajetilla en una vitrina de cristal y nada más verme sacaba uno y me lo ofrecía. Tenía Cristóbal un jarrón de vidrio con rosas de plástico que me hipnotizaban sentado en uno de aquellos dos sillones giratorios de rejilla con cabezal para los afeitados.

Los sillones contaban con barra reclinable, reposapiés de hierro forjado y adaptador para los niños. No faltaba el espejo para enseñarle al cliente la nuca recién pelada. Presumía Reparito de su lavabo adaptado al cogote para lavar la cabeza, de su paragüero junto a la puerta, de su perchero, de sus sillas de madera con asiento de escay, de su mesita repleta de revistas desfasadas... En la parte superior, un espejo a todo lo largo de la vitrina daba una profundidad engañosa a la reducida barbería, local de techos altos y paredes recubiertas de madera de color marrón. El color celeste de la puerta podía inducir al error de que Cristóbal era seguidor del Celta de Vigo. Equivocación imperdonable porque de fútbol sólo se hablaba en la barbería de enfrente.

En la vitrina depositaba el maestro su termo de agua caliente, gris y azul, para los arreglos de barbas y cuellos. Subía Cristóbal por la calle Jurtao arriba con su gabardina azul y su gorro azul en los días de lluvia, siempre con su termo de agua caliente traído de casa entre el brazo y el pecho. Muy derecho era el maestro andando. En la barbería, un pequeño habitáculo guardaba libros y el recogedor y el cepillo de barrer los pelos. Tenía la cabal costumbre de leer enteros los periódicos y las revistas. Tan aficionado era a las letras que leía todo lo que caía en sus manos y todo lo apuntaba como si el hecho de verter sobre el papel los acontecimientos en palabras les diera la inmortalidad.

Cristóbal tuvo tres hijos: Aurora, Manuel y Carmen. Toda la barriada decía que eran muy aplicados en los estudios y que llegarían a sacar carrera. Así fue. Encarna, su esposa, era muy aficionada a la poesía. Carmen era tan guapa que atrapaba la mirada de todo el que la veía. Manuel acudía a la barbería de su padre, pero su afición no era cortar el pelo, sino estudiar Psicología. Heredó el carácter atento y observador de Cristóbal, igual que el pelo rubio y los ojos azules. Gustaba a Cristóbal lucir anillos en las manos y, sentado en uno de aquellos sillones aguardando clientela, con el cigarrillo entre los labios y los ajos perdidos en el gran espejo, nadie hubiese errado si hubiese dicho que el mismísimo Clint Eastwood esperaba al barbero después de haber escapado del penal de Alcatraz.

Clint Eastwood

Con la maestría de Clint Eastwood manejando el revólver, Cristóbal cogía las tijeras, la navaja, el peine y máquina de cortar el pelo. Si en la balacera alguno salía dañado, Cristóbal esgrimía la milagrosa piedra de alumbre que cortaba la sangre en menos que canta un gallo. Ahora la navaja de marcar, luego la de afeitar. El más rápido con la tijera, el peine, el cepillo, la capa, la tasa, la brocha, los pañuelos y los masajes con Crema Leve. Para el afeitado con brocha, Myresol con lanolina. Champú de huevo contra la grasa y de camomila para caspa. Impulsado por la pasión del oficio, a veces se le iba la mano y dejaba al cliente con la cabeza demasiado al aire, pero es que el corte costaba 7 pesetas y tenía que durar. No estaba dispuesto a que viniera Esperanza, la madre de Alfonsito Peñaranda, protestando porque le había dejado el flequillo como un toro de plaza.

En la barbería de Cristóbal eran asiduos Miguel Mateo y su nieto Francisco Muñoz Mateo. Miguel Mateo era hermano del afilador Celedonio, que vivía en el Calvario. Nunca consiguió ganarse la confianza de Reparito para que le diera a afilar las navajas a Celedonio. Decía Reparito que Celedonio le embotaba las navajas. Miguel era mulero anca Antonio Navarro. A Trini, su mujer, la mandaba pelar mocha el brigada Ferrer de la Guardia Civil en los tiempos del fascismo franquista. Otros clientes eran Luis el Beato, Manolo el jeringuero, conocido como Manolo el Varón; Manolo Baldiña, Morejón, Antoñito Cochoba y Rafael el de Niito. Hablaban del campo y decían que todo era cuestión de acertar, no de saber. Una lotería era elegir el momento de sembrar, arar, echar los líquidos y el abono. Antoñito Cochoba y Rafael el de Niito, que tendían a la construcción, preferían hablar de herrerías y de polveros.

Cristóbal fue un barbero que nunca le hizo la competencia desleal a los colegas de la plaza de María la Fresca, que en aquellos tiempos se llamaba plaza de abajo o plaza de abastos. El barbero era un tipo muy legal al que le gustaba fijar una tarifa común para el gremio. Tuvo un cliente muy especial, quizás la persona más especial de Fuentes, que fue Juan Hidalgo, conocido como Chicaingo. Este personaje iba a afeitarse a la barbería de Reparito día sí, día no. Disfrutaba con el corte a navaja de Cristóbal. Le encantaban los perfumes y maquearse a diario. No se ha visto una persona tan limpia en Fuentes. Un día, de mañana, de la posada se escapó una vaca y Juan Chicaingo, cual torero, pegó un salto del sillón con la cara blanca de espuma y se plantó en la plaza con la jáquima en la mano. Acto heroico que pasó a los anales de la historia.

Allá quedó Reparito, orgulloso de su mejor cliente, fumando un cigarrillo extraído de su pitillera, la ceniza en su cenicero, las volutas de humo hacia el techo, la mirada perdida en un lugar indeterminado del gran espejo, reviviendo escenas de la última película de Clint Eastwood en el cine Avenida e imaginado historias de Brigitte Bardot para contárselas a un imberbe que un día de aquellos acudiría a cortarse el pelo con la secreta intención de soñar con una actriz de labios y pechos carnosos y fama de libertina como la maraña de su cabellera rizada. Una cabellera digna de la barbería de Reparito.