Al parecer, ésa que llevas en la bolsa es un personaje importante en tu vida, le dije. ¿Por qué no me la presentas?. Con mucho gusto, dijo, y metiendo la mano en la bolsa sacó el objeto que allí llevaba y lo depositó en el banco. Era un libro de tamaño mediano, de tapa dura, concretamente una Biblia. "Vaya, confieso que esperaba cualquier cosa menos esto". ¿Eres de alguna secta?, le pregunté. Negó con la cabeza. "Eres un exegeta, entonces?" Y eso qué coño es, me preguntó con un cierto sobresalto. "En todo caso, le dije, me muero de ganas por saber en qué forma te serviste de las sagradas escrituras para convencer a la asistenta. Si no tienes inconveniente en explicármelo me encantaría oírlo".

No tenía inconveniente en contármelo, pero cuando iba a empezar el relato una llamada por el móvil me recordó que la tarde laboral había empezado. Me jodía muchísimo irme sin saber el final de la historia, así que le dije a Antonio que quedáramos para el día siguiente. Él no pudo, o no quiso, asegurármelo, y me dijo, tú ve pasando por aquí, que un día u otro nos encontraremos y te explicaré el asunto. Vale, hasta la próxima, entonces. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos.
Aquella noche no pegué ojo dándole vueltas al tema. A decir verdad, tan pronto me imaginaba a Antonio en un rincón de su habitáculo, la puerta bien atrancada, leyendo la Biblia a la luz de una vela, mientras, ironías de la vida, por encima de su cabeza pasaban los voltios a millones y, extrayendo el poder secreto, que dicen tienen los escritos sagrados, utilizarlo para convencer a la asistenta social de que necesitaba la paga, o bien, amenazándola con romperle los dientes con el canto del libro en caso de no ceder a su petición.

Fuese lo que fuese, necesitaba saberlo. Así que, al día siguiente, a la una en punto, cogí la bolsa con la comida y me fui directamente al lugar donde habíamos tenido la singular conversación. Llegué al café y el Antonio no daba señales de vida. En cierta manera, ya me lo esperaba, pero aun así no me moví de allí hasta la hora de volver al trabajo. Al pasar por delante de los transformadores vi que unos empleados con uniforme de la compañía eléctrica estaban reparando la puerta, que a partir de aquel día permaneció cerrada y un poco más adelante, al lado de un bidón de basura estaban la sal, el aceite, el vinagre, varias latas vacías y algún trozo de pan duro que probablemente habían pertenecido al extraño personaje.

Volví al día siguiente y pregunté a los empleados del cementerio, a la señora que tenía el puesto de flores a la entrada del mismo, a los que cultivaban huertos en las cercanías, pero nadie conocía ni había visto nunca por allí un individuo de las características que yo les describía. Llegaron las vacaciones, la empresa pagó una parte de los salarios pendientes y pasamos tres semanas alejados de todo aquello. Pero el primer día de trabajo, a la hora de la comida cogí la bolsa y volví al lugar donde quedé con Antonio en encontrarnos un día para conocer el final de la historia. No había nadie, pero en vez de sentarme me acerqué al borde del terraplén, miré hacia abajo y vi a alguien que subía talud arriba, aunque esta vez con zapatos, camisa y americana, y en la mano en vez de la bolsa de papel llevaba un porta folios.

Era él. Aunque llevaba gafas oscuras, lo reconocí inmediatamente. Su nueva indumentaria desentonaba visiblemente con la subida por el talud. Nos saludamos y me dijo que había cambiado de residencia y de forma de vida, con un tono que, sin ser cortante, cerraba la puerta a más preguntas. Pero era un hombre de palabra y en su día prometió explicarme cómo convenció a la asistenta social sobre el tema de la paga de disminuido psíquico y aquí estaba para satisfacer mi curiosidad. Nos sentamos, cada cual en su banco, y le dije, soy todo oídos.

Bueno, en realidad no fue la asistenta, sino la psicóloga. Cuando me fue denegada la paga, me fui al despacho de la asistenta, a llorarle, pero ella me dijo que cualquier modificación del informe tenía que hacerla la psicóloga y me dio su dirección. Yo me presenté en su despacho y le expuse mi pretensión. Ella sacó mi expediente y dijo que la decisión era correcta, de acuerdo con las pruebas que se me efectuaron. Yo le dije que aquel tipo de pruebas no servía, que me hiciera otras, de otro tipo. Pensé que de un momento a otro llamaría a los de seguridad para que me echaran, pero en vez de eso me dijo, está bien, te haré unas pruebas de otro tipo. Lees algún libro, me preguntó. Yo dije que si y puse la Biblia sobre la mesa. La cogió, estuvo hojeándola bastante rato y después dijo, yo te preguntaré sobre algunos de los acontecimientos que aquí se describen y tú me darás tu interpretación. De acuerdo le contesté.

A ver, Antonio, cómo reaccionaron Adán y Eva cuando Dios los expulsó del paraíso, fue la primera pregunta. Le conteste que Adán se echó a llorar y Eva le dijo, para de lloriquear calzonazos y dile a ese que se meta donde le quepa su paraíso de mierda, que nos vamos a vivir nuestra vida, pecadora pero nuestra. Eso sí, a partir de hoy tendrás que doblar el lomo, porque entre ese y tú os habíais montado el chiringuito de tal manera que no dabais palo al agua, con el cuento de que Eva salió de una costilla.

Después me preguntó sobre aquel párrafo que dice, conocieron los hijos de Dios a las hijas de los hombres y, encontrándolas agradables, tomaron de entre ellas cuantas bien quisieron. Yo le contesté que aquel párrafo debía leerse como sigue: conoció el mono peludo a la mona pelada y perdió el oremus. Consideró la respuesta oscura e insuficiente, pero yo no añadí nada más. Por último, dime, qué conclusión sacaste de la actuación del rey David, danzando, en Efod, ante el arca de la alianza. Le contesté que mi conclusión era que el Dios de David era misógino y gay y que prefería los jóvenes bien dotados a los viejos decrépitos.

Llegados a este punto yo tenía la sensación de que debía levantarme del banco y rasgarme las vestiduras, pero  al no poder dilucidar, de forma clara, el por qué de tal impulso, decidí conservar la ropa y seguir nadando.

Retomando el uso de la palabra, le pregunté ¿cuál fue el resultado de tus respuestas? Él contesto que le concedieron la paga, por disminución psíquica.
Y ahora qué haces, volví a preguntarle. Bueno como no pude volver a los transformadores me fui a ver a la psicóloga a ver si podía apañarme un sitio para dormir. Y te hizo algún apaño? Sí, ahora vivo en su casa y le ayudo a corregir los tests.

Lo miré detenidamente, con su traje, su portafolios y sus gafas oscuras, realmente, tenía un gran parecido con Tom Cruise, pero ésta no podía ser la clave. O tal vez sí.
Le pregunté si llevaba encima la Biblia y, de ser así, que me la regalara como recuerdo. Contestó que no era posible, su Biblia era una arma poderosa y tremendamente peligrosa, sobre todo en manos inexpertas. Desde luego, más que un exegeta el tío era un jeta de cuidado. Nos despedimos con el mutuo convencimiento de que no volveríamos a vernos nunca más.