El alma de las casas de Fuentes había que buscarla muchas veces en los soberaos. En ellos se refugiaban las ánimas huyendo del trajín cotidiano de la cocina, de la cuadra y del patio, donde el barullo de los niños espantaba a los espíritus de la casa. Desde la distancia serena del soberao, los fantasmas seguían con atención los pasos recios del padre, los suspiros quedos de la madre y los llantos estridentes del más chico de la prole. Las casas de antes tenían el sosiego en los soberaos como las de ahora las tienen en las cocheras. Lo mejor de cada casa vivía arriba, colgado de las vigas o escondido de las miradas inquisidoras de los cobradores de arbitrios. Hubo un tiempo en el que los niños de Fuentes jugábamos a estraperlistas con los espíritus del soberao.

En las casas antiguas de Fuentes de Andalucía, el soberao era mucho más que la planta alta. Era un mundo entero construido a base de escaleras, muros de tierra, vigas de madera, ladrillos y tejas que parecían tener vida propia. Desde niños, en el pueblo nos preguntábamos qué escondían en sus entrañas aquellos ladrillos rectangulares que formaban suelos y techos, de qué fábrica venían los sueños, qué bosques daban la madera y qué países la enviaban. Eran preguntas de una infancia curiosa, frente a una arquitectura tan cotidiana como enigmática. Arriba vivía el misterio.

Los soberaos no eran únicamente una obra de arte popular, levantados por manos sabias como las del maestro Barreta, albañil de los de antes, que trazaba escaleras, colocaba vigas, subía tapiales de tierra y cal, culminaba tejados hechos a base de esfuerzo y calor. Porque ser albañil no era tarea fácil: Les oíamos decir “no seas albañil, niño, que en invierno se te hielan las manos tejando y en verano, al mediodía, no hay quien aguante allí arriba”. Sin embargo, aquellas palabras no doblegaban el poder de atracción que sobre nosotros ejercía el soberao.

En las casas humildes, el soberao era dormitorio improvisado para familias numerosas. Allí dormían siete, ocho criaturas, como gatillos al frío del invierno y al calor del verano. Pero aguantaban, “porque estaban hechos de otra pasta”, decían los viejos. En cambio, en las casas ricas, el soberao era despensa de abundancia: costales de cebada, avena, habas, chorizos y morcillas colgados, tocino en sal, tinajas de aceite y garbanzos guardados como oro. O como estraperlo en tiempos de mayores penurias. Cuando había obras abajo, las camas subían al soberao, y dormir allí en julio era como meterse en un horno. Mientras, los albañiles enlosaban, repellaban y levantaban nuevas azoteas.

La desaparición de los soberaos comenzó en los años 70. Uno de los primeros en caer fue el de la vieja tienda de Diego Millán. Era octubre de 1976 cuando “el Amarguilla”, albañil de Rafael “el Mirlo”, empezó a destejarlo a pico y pala. Rafael tenía entonces 32 albañiles a su cargo —toda una cuadrilla para un pueblo como Fuentes— y la gente decía: “Mira el Diego, está podrido de billetes, va a levantar una tienda nueva”.

Con frecuencia, volvían los que se habían marchado a Barcelona o a Suiza y tiraban su viejo soberao para construirse una casa moderna. Y la pregunta era la misma en todas las esquinas: “¿De dónde ha escarbado este para hacer obra con tan poca tierra?”. Porque no todos podían permitirse un soberao. En las casas más humildes, a ras del suelo, se criaban cinco o seis hijos entre cuatro paredes. Y aun así, algunos lograban, con sudor y fatigas, ahorrar para levantar una planta alta. Era su pequeño ascenso social. Pero, como se decía en Fuentes, “pasaban más fatigas que un dive”.

Tener soberao y azotea era símbolo de estatus. Las casas señoriales se reconocían por sus techos altos, patios floridos, cuartos amplios, salones dobles, cocina grande, corral con pozo, cuadras, zahurdas, y por supuesto, soberaos espaciosos llenos de aroma: a melón, a garbanzos, a aceite, a chacina. Mientras tanto, en las casas obreras, el único olor era el de las camas, porque no cabía nada más. La desigualdad también se olía. Y los que escuchaban llover desde un simple tejado, sentían que diluviaba; en cambio, los que vivían en casas de buena planta apenas notaban el aguacero. Igual que en el campo: no suena igual la lluvia en un cortijo que en un chozo. Los niños creíamos que el alma de las casas de los ricos no habitaba en el soberao sino en la despensa.

En Fuentes, la tradición albañil fue escuela sin pupitres. Aprendían mirando: Juan Niito, Perico el de la Sargenta, los Pergañías, los Noventa… Todos enseñaban el oficio a quien supiera observar. Como en 1986, cuando José “el Sillero” y su cuñado Juan José, junto con Antonio Caro, derribaron la casa de Ismael “Arropía”. Tardaron siete meses en levantarla, y Antonio decía: “Esto va a durar más que la obra de la Callosa de la calle Mayor”. Y en enero del 81, cuando Mamurcia, a pico y pala, le tiró la cochera a Adelina Arropía mientras comentaba entre risas: “¡Qué buena vida la de los curas! Lo único que pasa es que en toda su vida no joden”. Así eran —y son— las historias de Fuentes. Donde el soberao no solo era parte de la casa, sino también del alma del pueblo.