El universo del verano fontaniego de los años setenta lo surcaban las estrellas errantes de la Alameda, el paseíto la Arena, la Plancha, la discoteca Silvia, el cine Avenida. Calle Mayor abajo, los niños corríamos detrás de las niñas hasta cansarlas. Los más osados les tocaban el culo. Sobre nuestras cabezas pasaban como una exhalación las constelaciones de la Virgen de la Aurora y la Velá del Carmen, nuestras principales lluvias de estrellas del verano, cuyo broche era la feria a mediados de septiembre. Mucho más tarde supimos que también existían las Perseidas. Pero entonces nuestra lluvia de estrellas fugaces eran la Aurora, la Velá y aquellos "catalanes" que venían de vacaciones dejando a su paso corrales vacíos de pollos y, en las casas, un reguero de chicas enamoradas de forasteros que viajaban a bordo de lujosos 600 de segunda mano o flamantes Bultaco trucadas.

Aquellos veranos hacía tanto calor como ahora e incluso más porque no teníamos aire acondicionado y muchos menos ventiladores que ahora. Por supuesto, nadie tenía piscina en casa ni recreo en el campo donde aliviarse de las calores. A primeros de junio llegaba el calor, después le sucedían los calores y finalmente, en julio y agosto, las calores. Las calores eran lo que ahora se ha dado en llamar "ola de calor". Aunque entonces no había más ola que la del güitoma de la feria. Fue entonces cuando apareció a las afueras de Fuentes el rectángulo verde de la piscina del que más tarde sería conocido como "el poli".

Polideportivo era por aquellas fechas una palabra demasiado poliédrica para nuestras limitadas capacidades lingüísticas infantiles. Lo más sofisticado que habíamos aprendido a decir era campo pelota como sinónimo de campo de fútbol, otra palabra de casi imposible pronunciación. Entre estos lugares se desarrollaron muchas memorias estivales fontaniegas de los 70 y 80. Fueron dos décadas con mucho de casi nada o con nada de casi todo, según fuese la familia. Pero juro por lo más sagrado que lo poco y lo casi nada nos sabía a gloria.

Estábamos tan acostumbrados que éramos felices con cualquier insignificancia. Como era ir una tarde a la semana a la piscina del poli. Aquel rectángulo de agua transparente nos parecía, comparado con la alberca de la Alameda, el mismísimo océano. Inauguraron aquel prodigio rodeado de la nada el alcalde de entonces y don Fernando vestido con chándal (véase la foto de abajo) nuestro profesor de educación física, nuestro particular vigilante de la playa y de las buenas costumbres. ¡Agua sin verdina! En mitad de un rastrojo, sí, pero sin verdina. Desde entonces, para nosotros algunas tardes de agosto fueron otra cosa. Metidos en aquel mar, frío en exceso para nuestro cuerpo poco habituado a tanta agua "amontoná", poblado de destellos celestes, a los chavales nos parecía estar en una playa de Acapulco. Afuera, las calores pintaban sobre el rastrojo un celofán que engullía el horizonte.

El milagro tuvo lugar el 13 de junio de 1976. Aquel día se inauguró la piscina del alcalde de entonces, Antonio Lora Armias, que llevaba poco más de dos años en el puesto. Fue igual que pasar de regional preferente a primera división del baño veraniego, de equipo visitante a local con público animador. Ya no teníamos que ir a la alberca del Chico las Vacas en las Moreíllas de la calle San Francisco, a la Alameda o a la venta Los Remedios, ni a buscar el lujo de la piscina de Osuna. Si queríamos un día de sierra y lago nos íbamos al Charco del Infierno de Lora del Río, hacíamos paella y nos bañábamos. Aunque la Alameda tenía su atractivo por las moras que tan celosamente guardaba de nuestra rapiña el jardinero Francisco Caballero. Con el tiempo, una vez superada la moda de la nueva piscina, volvimos la vista atrás con nostalgia de aquellas tardes de baño en la alberca de la Alameda, de sus moreras y de los gusanos de seda. ¿Qué habrá sido de la cría de gusanos de seda en cajas de zapatos?

Muchas tardes en las que el solano asomaba su ardiente lengua por la parte de Lantejuela, la piscina del poli quedaba cubierta por una fina capa de paja de los rastrojos. Nada importaba porque aquel era un mundo feliz, inasequible al desaliento y todavía para algunos "imposible el alemán". Alguien había colgado un transistor de una improvisada sombrilla y oíamos, como una letanía, a Elena Francis dar consejos para que las enamoradas se comportaran con decencia y cuidaran el cutis con la crema Bella Aurora. Ceregumil para las anémicas y Agua del Carmen para los sofocos de la edad. Luego supimos que los consejos de Elena Francis los dictaba un hombre, pero ésa es otra historia. Entre las estrellas de aquellos veranos en que Franco por fin agonizaba, algunos fontaniegos iban a Marchena el 1 de julio a disfrutar de la velá de flamenco que se ofrecía en la plaza de Arriba.

De aquellos veranos fontaniegos, lo más duro para algunos chavales eran los suspensos. Entonces teníamos que ir en busca del bueno de Antonio Pruna para que nos diera Física y Química o Matemáticas en clases de verano en la escuela de la Puerta del Monte. Todo un éxito en las noches fontaniegas estivales fue cuando el año 1981 Cristóbal la Mare abrió el bar de la Alameda y convirtió aquello en una fiesta, cada día lleno a rebosar.

La piscina de la Alameda

El agua, aunque se cubriera de paja, y buscar a las muchachas eran nuestras pasiones. Buscarlas con la mirada, correr detrás de ellas hasta el agotamiento y soñar con humedades incluso más allá de las que ofrecía la piscina cubierta de broza. Pecado era hacerse tocamientos. Contra las tentaciones, educación física. Don Fernando, nuestro profesor enamorado de la educación física, sostenía que el deporte es cultura y a todo aquel que decía que eso es una tontería le llamaba inculto. Don Fernando enseñó a casi todo Fuentes a nadar. Pocos habían tenido oportunidad de zambullirse en algo más que una palangana. Don Fernando era todo carácter. Ni una mosca se le paraba en el hombro. Profesor castellano duro, austeridad de Soria nada menos. De Castilla la Vieja, cuya composición nos sabíamos de carrerilla y todavía guardamos en la memoria como una invocación. "Castilla la Vieja está formada por Santander, Burgos, Valladolid, Palencia, Soria, Segovia, Logroño y Ávila".

Don Fernando era un profesor amante de la lengua española, de la música y de la religión. El más carismático de los profesores de la estación. Azul, muy azul, extremadamente azul. Más franquista que Franco. Por aquel tiempo tuvo como ayudante para enseñar a nadar a una muchachita rubita, muy guapita, conocida en todo Fuentes como "la Manoli Barcia" de la calle Mayor. Apasionada de la educación física y ya por entonces con vocación por la enseñanza. Hoy es profesora de Pedagogía en la universidad de Sevilla. Sigue fiel a su aire de muchachita rubita, muy guapita, y sigue siendo "la Manoli Barcia" de la calle Mayor. Hay personas admirables por su perseverancia y por su capacidad de resistir el paso del tiempo.

El agua para los chapuzones lo teníamos garantizado junto a la desaparecida estación del tren, pero las muchachas ¡ay! seguían siendo un sueño imposible. El acercamiento era una lucha a brazo partido, un combate obsesivo con todos los elementos en contra. En contra de los chicos, claro. El campo de batalla pasó de las carreras por las calles a la discoteca Silvia y, algo más tarde, a la discoteca El Patio. Bailar lentos era igual que echarle un pulso titánico a una fuerza que repelía cualquier embate, los codos de ellas clavados en nuestros hombros como murallas de castillos inexpugnables. Las canciones rápidas, un sacrificio inevitable, un limbo para alcanzar el cielo de las melodías. Y cuando llegaba "Mis manos en tu cintura", de Ádamo, bailábamos a brazo partido. Triunfaba un grupo llamado Bee Gees, formado por los hermanos Barry, Robins y Maurice, cuya canción Massachusetts enternecía a las más tiesas. Los fontaniegos ni soñar podíamos con bailar al son de "Je t'aime moi non plus", la erótica canción de Jane Birkin y Serge Gainsbourg que era la que de verdad arrasaba en las tandas de lentos de las discotecas del país.

En Fuentes en cuanto a vacaciones, algunos, muy pocos, pasaban 15 días en las playas de Málaga, Cádiz o Huelva. Normalmente alquilaban un apartamento, como se decía en Fuentes, "los que han juntado unos dineritos y se van a la playa". Irse la playa era el summun, un estado superior, como alcanzar el Nirvana de la vida. Un viaje a Benidorm, Mallorca o la Costa Brava había muy pocos, poquísimos que lo lograban, a no ser que fuese a trabajar de camareros o en los hoteles. Pero eso no fue irse de vacaciones a la playa hasta que Carmela la peluquera empezó a organizar excusiones a Málaga, Huelva o Cádiz. Fuengirola, Matalascañas y Chipiona eran la Meca de los fontaniegos menos selectos.

Casi todos los fontaniegos recordamos haber ido en autobús con Carmela a conocer las cuevas de Nerja, en Málaga, o recorrer la Sierra Sur, la serranía malagueña, los pueblos blancos... Días inolvidables con Carmela y con la Pepita que tenía una ferretería en el postigo, la gracia que tenía, sus buenos golpes y sus ocurrencias. Nos reíamos un montón con ella, a los fontaniegos nunca nos faltó la gracia, de cualquier cosa nos reiamos , siempre lo hemos pasado estupendamente, siempre nos gustaron las bromas, es idiosincrasia de este pueblo. El colmo del deleite para gente de secanos como nosotros era tomarnos unas cervecitas bien frescas, con un espeto de sardinas en un chiringuito de playa divisando el azul intenso del mar Mediterráneo, el Mare Nostrum que a los fontaniegos pillaba tan lejos que siempre nos pareció de otros.

Al llegar a Málaga, el mundo se volvía un lugar maravilloso, una experiencia única ver las cuevas de Nerja, una bacanal romana el desayuno en su cafetería, con aquellos camareros disfrazados de oficiales de la armada americana. Por la tele echaban partidos de fútbol protagonizados por los tres del deporte estrella: Rummeninge, Zico y Paolo Rosi. Luego supimos que este último estuvo en la cárcel por el tema de las apuestas mutuas clandestinas, pero eso también es otra historia. Y otro mundo de estrellas.