Los Rabiando eran una excelente familia, cazadores a carta cabal en todas sus modalidades. Si se trataba de la liebre, en sus casas siempre había al menos media docena de galgos. Si se trataba del pato en la laguna de la Romana o en el Corbones, también disponían del equipo adecuado, reclamo, escopeta, etc. Yo tenía un cierto trato con los de la calle Cruz Verde a través de los chavales de la casa, sobre todo Antonio, de mi edad. En la calle la Matea también vivían unos cuantos. A uno de estos la afición a la caza, unida a un carácter temperamental, le costó algún disgustillo.

Yo tendría unos seis años y una mañana dos amiguetes de mi edad, Antonio y Jorge del Potro, se me acercaron y, cuchicheando con aire misterioso, me dijeron casi a la vez "ha venido Bastianito Rabiando".Yo pregunté "¿es que le ha mordío un perro". No, me dijeron. "¿Entonces por qué viene rabiando?" "No viene rabiando, es que es un Rabiando". Al final acabé por enterarme, Bastianito volvía de la cárcel donde había pasado un par de años por una tontería, aseguraba él. Total, porque a un guarda jurado que intentó ponerle cortapisas a su actividad cinegética le había saltado los dientes, unos decían que de un par de puñetazos, otros que de un culatazo de la escopeta.

También contaban se fue a Brasil influenciado por la lectura de aquellas novelas que circulaban por los carrillos y por alguna que otra película. Allí pasó unos cuantos días pegando tiros por la selva y luego se volvió a Fuentes. Parece ser que también hubo un tal Luis de la Carrera que, bajo la nefasta influencia de Marcial Lafuente Estefania, un día agarró la escopeta y se fue al Canadá a ejercer de trampero. Tampoco tardó mucho en tirar para Fuentes. La imagen que conservo de Bastianito es la de un tiarrón con la escopeta al hombro, con unas botas de goma que le llegaban casi hasta la cintura.

Estas botas las apañaba Soplaguisos para los cazadores de patos a partir de unas botas de agua de las que vendían ancá Benjamin y a las que, mediante una operación de recauchutado, el maestro Guerrero les añadía un cacho de cámara de camión de unas dos cuartas. También se cuenta que algún día lo vieron paseándose por el melonar con una caña hueca de metro y medio de larga. Malas lenguas decían que la utilizaba para oler los melones sin agacharse.

Un tiempo después del incidente con el guarda se ve que volvió a tropezarse con él y, como viera que este echaba a correr, le gritó "no corras, hombre, que no te via a jasé ná" y para corroborar su afirmación se le acercó andando sobre las manos. Había otro Rabiando en la calle la Matea, creo que de nombre José Maria, un hombre ya muy mayor en aquellos años de mil novecientos cincuenta y tantos. De él se cuenta que fue a una feria de ganado en un pueblo que bien pudo ser Palma del Río. Después de hacer algunos tratos ventajosos, el hombre lo celebró bebiendo algunos vasos de más, como era costumbre.

Cuando ya, algo avanzada la noche decidió acogerse al abrigo de la fonda, al pasar por una calle solitaria, cuatro o cinco gitanos que habían observado en la taberna que llevaba la cartera bien repleta, viéndolo andar haciendo eses pensaron que seria una víctima fácil y así intentaron robarle. Lejos de amilanarse o echar a correr, José María enarboló el bastón, de aquellos que llamaban de junquillo, y empezó a repartir leña hasta que se queó sólo. Se ve que el vino que llevara de más no le impidió encontrar la fonda ni las costillas de las asaltantes. A la mañana siguiente, cuando volvió a la zona del mercado para rematar algunos flecos de los tratos efectuados el día anterior, los gitanos, cuando lo vieron venir de lejos, echaron a correr chillando ¡que viene el payo, que viene el payo!

Los Escalera eran una institución en el pueblo. Para los chavales de aquellos años, una imagen que va indisolublemente ligada al apellido Escalera es la del Nene Pajarito lanzado a galope tendido por la carretera de la Aljabara montando a pelo al semental de la yeguada y cómo resonaban los cascos al pasar sobre el puente blanco. Aunque pertenecían al llamado círculo de los señoritos, los Escalera observaban unas pautas de conducta que en según qué aspectos se diferenciaban del resto, por su liberalidad.

Las anécdotas que oí  y que cuento a continuación van referidas al que llamaban Escalera el Viejo, probablemente se llamaba Francisco Javier o José Luis, nombres bastante comunes en la familia. Dicen que una de las hijas sospechaba que una de las criadas de la casa robaba, hoy un puñao de garbanzos, mañana medio kilo de pan, otro día se quedaba con la vuelta de la leche. Aquella hija tan celosa de la economía de la casa, después de ejercer una vigilancia intensiva sobre la criada en cuestión, elaboró una lista de los pequeños hurtos y se la presentó al padre diciendo "a esta mocita hay que meterla en la cárcel". El padre, sin prestar ninguna atención a la lista, cuyo contenido ya conocía sin necesidad de que se la leyeran, contestó, "cochina cochina, las mocitas no van a la cárcel".

Otro día, una de las criadas le dijo "señorito, ha venido el pastor". "Bueno, pues dile que entre, mujer". El pastor entró y dijo que venía a darle cuenta de la piara de borregos. Le mostró una vara de olivo donde con diferentes mortajas, como hacían los tareros en la aceituna, llevaba un registro de las ovejas que habían parío, de las crías que habían nacido muertas, de alguna que había enfermado y había tenido que rematar y, en fin, de cualquier otro detalle que pudiera afectar a la economía del dueño del rebaño. Escalera le dio la conformidad sin pedirle más detalles y, como observara que el pastor iba miserablemente vestido, le preguntó ¿cómo es que vas tan zarrapastroso", a lo que el buen hombre contestó "es que el sueldo de pastor no da pa más". "Pues adminístrate, hombre, adminístrate", le reconvino.

El pastor, que no era tonto, al otro día cogió la piara y "le puso la hoja" en la Luisiana. El significado preciso de poner la hoja lo desconozco, pero no hay que calentarse mucho el coco para adivinar que consistía en llevar la piara a pastar lo bastante lejos de la vista del señorito, que por lo que contaban la hacía bastante gorda en estos asuntos, para poder administrarse como le aconsejaran.

También cuentan que Escalera tenía una pequeña haza apartada del resto de sus otras propiedades y que un día se presentó uno a pedirle que se la arrendara. Escalera no tuvo ningún inconveniente y fijaron la renta en diez duros al año. Al año justo se presentó el arrendatario y le dijo "señorito, vengo a pagarle la renta que acordamos por aquel cachillo de tierra en diez duros al año". Escalera ya no se acordaba ni del cachillo de tierra ni de la renta, pero le contestó al labrador, si tú lo dices, así será. El arrendatario le entregó una moneda de diez duros, que Escalera cogió con gesto indiferente y acto seguido, con una precisión que ni Michael Jordan, la encestó en un jarro lleno de monedas parecidas que estaba a un par de metros de distancia.

El arrendatario se despidió y por el camino a su casa se hizo estas reflexiones "si los diez duros que yo he ahorrado con tantos esfuerzos significan tan poco para este hombre, por Dios que no volverá a ver otros diez". Pasaron unos cuantos años en que ni el uno aparecía para pagar la renta ni el otro se la reclamó nunca. Así hasta que un día uno que tenía unas fanegas cerca del cachillo de tierra pensó que aquella pequeña haza le iría muy bien para unir dos de sus propiedades que colindaban con la misma. Hizo sus averiguaciones y, al enterarse de que aquello era propiedad de Escalera, se presentó un día en su casa y le dijo "señorito, ¿no quiere usted vender aquel cachillo de tierra que le tiene arrendado a fulano"?. Escalera contestó "y yo qué sé, pregúntale a aquel que está allí y que él te diga lo que quiere hacer".

También contaban de un médico que compró una haza en Cardejón en la que, después de varios intentos fracasados de sembrar alguna cosa, llegó a la conclusión de que allí lo único que prosperaba era la grama. Como no quería pagar gente para que la arrancara, a cada enfermo que visitaba, tuviera lo que tuviera, le decía "esto se cura bebiendo agua de grama, por cierto que yo tengo una finca en Cardejón de la que puedes coger toda la que quieras".

Otra vez me contaron que uno que vivía en una casilla pasada la Madre se echó una novia en los Camorros y cada noche pateaba todos los terrones que hiciera falta para ir a verla. Un día que estaban pelando la pava en la puerta del cortijo se desató un aguacero de aquellos de antes. El padre de la novia, hombre comprensivo, le dijo "muchacho, así no te puedes ir, ya te apañaremos un jergón aquí al lao de la candela y mañana cuando escampe te vas pa tu casa". "Bueno", dijo el pretendiente y sin añadir una palabra desapareció entre truenos y relámpagos. Como no volvía, padre e hija se preguntaban si habría ido a mear pero viendo que tardaba se metieron en la casa. Cuando al  cabo de dos horas largas apareció el mocito chorreando agua hasta por las orejas le preguntaron "chaval, ¿dónde te has metio?" a lo que él contestó, como la cosa más natural del mundo, "he ido a decirle a mi popá que me queo aquí esta noche".