Fuentes acababa de entrar en el club de las grandes capitales del mundo. El barrio las Ranas era Manhattan y el silo era el Empire State Building. Ya sólo le faltaba tener su propia Estatua de la Libertad o una Torre Eiffel, más o menos. Ante los ojos de aquel niño de seis tiernos añitos llamado Arropía, el silo venía a ser un misterio tan insondable como la tumba de Tutankamón y tan descomunal como las 102 plantas del mayor rascacielos de Nueva York.

Con un silo de semejante altura (136 metros) Fuentes ya era una gran ciudad. Sólo había que soñar que la calle Nuestra Señora del Rosario era la Quinta Avenida y que San Pedro era la 34 Oeste. Todo lo demás era secundario. El tráfico de renqueantes tractores calle San Pedro arriba era similar a los Cadillac de Wall Street y el elevador del trigo que acarreaban los remolques contaba con botones (José Luis Macando, Antonio Serrano, Jarapo y su hermano Teodoro) vestidos de almirante. Aquí a los botones se les conocía como bajadores de carga y vestían de grumete, pero esos son detalles de poca monta.

Como los valores de Wall Street, el trigo cotizaba al alza depositado en las suntuosas suites del silo de Fuentes. Los silos fueron un invento del franquismo para intentar romper el aislamiento internacional al que estaba sometida la dictadura y las fluctuaciones de los precios, siempre al albur de la climatología y de los mercados. Lo mismo que en Nueva York las acciones de JPMorgan Chase & Co. No nevaba precisamente sobre el rascacielos de Fuentes cuando los mayetes entregaban el trigo. Si la atmósfera esta blanquecina era por la calima del solano, pero eso tampoco importaba.

El silo de Fuentes fue construido en 1962, once años más tarde de su aprobación por el gobierno en 1951. Tenía capacidad para almacenar 240.000 kilos de grano, 240 toneladas, 24 vagones de aquellos trenes de mercancías que tiznaban de negro el aire todavía puro de los trigales. Que Fuentes tuviera ferrocarril fue determinante para ubicar aquí un silo con la intención de guardar la producción propia y de los pueblos cercanos. La previsión anual era llenarlo y vaciarlo cinco veces por temporada. En años buenos, sólo la producción del castillo ocupaba más de un silo.

Don Pascual operaba de maestro de ceremonias al frente del silo de Fuentes a mediados de los años sesenta. Era este don Pascual un zaragozano malencarado, estricto, agrio y calculador -para colmo lucía corte de pelo cuartelero- y que ostentaba el mérito de haber ganado una oposición respondiendo acertadamente a un sinfín de preguntas técnicas sobre el trigo y sus almacenajes, aritmética, pesas y medidas angulares, reglas de tres simple y compuesta, repartimientos proporcionales, interés simple, descuento, regla de compañía, densidad, peso específico, regla de aligación…

Casi na. En Fuentes no había entonces nadie capaz de discutirle. Por lo mucho que sabía, por su corte de pelo y porque estaba en juego la obtención del cupo, que era el privilegio de usar el granero comarcal y, sobre todo, cobrar por adelantado al precio oficial del trigo fijado por el gobierno. Antes que don Pascual fue jefe del silo don Lorenzo, cuñado de Manuel Mazuelos, que ejerció el cargo con carácter flexible y amable.

Los agricultores obtenían una cartilla en la cámara agraria y un cupo para acogerse al Servicio Nacional del Trigo, también conocido como “la comarcal”. El trigo iba a Sevilla y de allí a las industrias harineras. Las averías del elevador de granos y de las cintas transportadoras superiores e inferiores las arreglaban entre don Pascual, su ayudante Isidoro Caraballo y los cuatro bajadores de carga, grumetes del mayor navío industrial de Fuentes. La catedral del trigo de la campiña, cuyos oficios duraron 24 años, de 1962 a 1986.

El niño Arropía acompañaba a su padre, hombre valiente como un jabato, que no tenía nada y arrendaba tierras para su sustento, sin recibir subvenciones, ni seguro agrario, ni nada de nada. Pepito Ramírez "Garrote" arriesgaba su poco dinero ahorrado con mil fatigas y mirando al cielo todos los días, con un tractor John Deere pagado a plazos con lo que llamaban el crédito agrícola. En aquellos tiempos, los agricultores que entregaban el trigo al silo vivían de arriesgar y del estrés de si llueve a tiempo, de si no llueve, o de si llueve mucho y no podemos sembrar a tiempo. Dura era la vida.

Los pequeños tractores y remolques hacían cola para entrar al silo. Les costaba mucho subir la cuesta y muchos agricultores guardaban toda la noche su remolque por temor a que le robaran la carga. Allí estaban Antonio y Juanito Garrancho, Pepe el Chino, Ismael Arropía, Alonsito el Gallino, Sebastián el Trapero, Miguel Oviedo, Bernardo Bocanegra… Circulaban por los alrededores más tractores y remolques que taxis amarillos por la Quinta Avenida. Una vez, los primos de Valeriano Arropía le echaron en el remolque cargado de trigo tres grandes adoquines. Cuando llegó la hora de la descarga, una vez pesado el remolque, los bajadores descubrieron la tropelía y corrieron a darle cuenta a don Pascual. A Valeriano se le puso la cara como un tomate la bronca del jefe del granero.

En aquella época echaban muchos remolques atrás. Median humedad, impurezas y peso específico. Era Isidoro Caraballo el encargado de ir a los remolques y meter la garlocha hasta el fondo, verter el trigo en el cubo y entregarlo a don Pascual y a su fatídica maquinita. Don Pascual no se casaba con nadie a la hora de rechazar una carga, le daba igual que fuese del duque o de cualquier señorito. No había en Fuentes un maño con más galones.

El silo empezó a naufragar cuando los precios del mercado empezaron a ser superiores a los que fijaba el gobierno en cada momento. Muchos agricultores preferían vender por su cuenta al margen del servicio oficial. Uno de los artífices de la voladura del monopolio del servicio nacional del trigo fue Juan Hidalgo “Chicaíngo”, que llenaba camiones con destino a Málaga. Porque el monopolio ya no funcionaba y porque España acababa de salir del aislamiento internacional con el ingreso en la UE en junio de 1985. El silo estaba llamado a convertirse en el mirador de la Campiña, pero esa es otra historia.