Que pregunten al niño Antonio, el de la Florita por aquellos días en los que las aulas eran trincheras y la sabiduría se enseñaba a reglazos. Que pregunten por los zumbidos secos de las varas, por el eco de los bofetones que cruzaban el aire como metralla de una guerra no contada. Que alguien le pregunte a Antonio Suárez o a Pepe López si alguna vez olvidaron el sabor metálico de una galleta en la cara, sólo por tropezar en la tabla del seis. En la escuela de la Estación no se educaba: se domesticaba. Los niños aprendían a temer antes que a pensar, a dividir con precisión no por lógica, sino para evitar que la mano pesada del maestro encontrara su mejilla. Una división mal hecha era una sentencia. Una raíz cuadrada, una condena. Volaban más galletas que en la fábrica de Cuétara, más que moscas en verano.

Nuestra infancia en Fuentes fue quedando atrás a fuerza de recibir golpes. Lo menos que podías recibir al cabo del día eran unos cuantos cosquis. En la escuela, por supuesto, pero también en la casa, en la calle, en el Rueo entre los niños del barrio... En aquellos años que algunos descerebrados se atreven a calificar de mejores que los actuales, salías del útero materno y empezabas a respirar una atmósfera cargada de violencia. Los niños mayores tenían derecho a emplear su fuerza con los pequeños, los hombres contra las mujeres, los hermanos contra las hermanas, los adultos entre sí, los maestros con los alumnos, la policía contra quien se le antojara y el Estado contra todos sus súbditos. Fueron años de calicheras, verdugones, postillas, mataúras... Quedan en la sociedad actual algunos reductos de aquella violencia, especialmente entre algunos hombres contra las mujeres.

Para muchos niños, lo peor llegó a Fuentes con la escuela de los salesianos. El cura don José Olmedo azotaba las piernas de sus alumnos como si las oraciones mal sabidas equivalieran a graves incumplimientos de un contrato con Dios. Si no rezabas el Credo con las palabras adecuadas te llevabas un varazo. Si tropezabas con el Yo pecador, otro más. Y así, entre verdugones y lágrimas, crecían los niños de Fuentes. Las madres, hartas de ver las piernas marcadas de sus hijos, marchaban con la rabia hecha coraje a la puerta del colegio. Decían: “Eso no es enseñar, eso es torturar”. Contaban en Fuentes que un día el castigo vino de lo alto. Un crucifijo se desplomó desde el muro y fue a estrellarse en la cabeza de Don José. “Castigo divino”, dijeron. A raíz de aquel milagro, el cura guardó la vara.

El dolor de la enseñanza no se limitaba al cuerpo. También dolía la renuncia. Chiquillos brillantes, con una luz que apuntaba al cielo, dejaban los pupitres vacíos para irse a coger aceituna o a cargar algodón. La pobreza era una maestra más, de las más implacables. ¿Cómo iba a alzarse un país si su futuro se agachaba a recoger frutos antes de tiempo? Con la democracia llegó la brisa del cambio. Se colaron nuevos nombres en la escuela: don José Catalino, don Narciso, don Juan Selfa, don Antonio "El Barba", la señorita Mercedes. Traían otros modos, más humanos. La letra ya no entraba con sangre, sino con paciencia. Hasta los gamberros como Manoli Barcia y Manuel León se mordían las bromas ante la mirada serena de don Juan.

Al terminar la EGB, muchos muchachos se subían cada mañana al autobús de la empresa Andújar rumbo a Écija. La FP era su destino. Mecánica, electricidad, oficios de manos fuertes y dedos manchados de grasa. Algunos soñaban con ser ingenieros, pero las notas eran flacas, y la realidad, gruesa. Otros se lanzaban al BUP, persiguiendo la quimera del saber. José Oviedo Gómez, “Pepe el del Matadero”, probó suerte en el Alto Conquero de Huelva. Quería ser más, pero el camino le llevó a FP, donde se hizo un gran electricista. Juan José Medrano Laguna quiso rendirse también, pero su padre, con la correa en la mano, le espetó: “¡Pa Huelva!”. Y así, entre miedo y destino, Juan José se hizo veterinario.

El BUP era una cumbre idealizada. Un camino de piedra con promesas de oro. Pero pocos llegaban al final. En matemáticas pedían 30 definiciones, 30 teoremas, 30 ejercicios. No enseñaban números, enseñaban desesperación. Si hubieran pedido 10, tal vez habrían enseñado amor por el cálculo. En Lengua, con Teresa Carracedo, aprobaban 4 de 40. En Francés, apenas tres pasaban el umbral. Y había quien decía sin pudor: “Dejen su sitio a quienes lo necesitan más”. Los pupitres eran campos de batalla donde se luchaba contra libros, normas y profesores que recitaban fórmulas como si fueran salmos. “Interpretación geométrica de un par de vectores no nulos…” Una letanía sin alma. Hacía recitar fórmulas matemáticas como si fueran versos: “Interpretación geométrica de un par de vectores no nulos en el espacio vectorial R²”.

Pero no todo era gris. Algunas clases, como la de Historia del Arte o la de Geografía Humana, eran ventanas abiertas al mundo. Se hablaba de teatros, de museos, de historia viva. Ahí sí se encendía la chispa. Educación Física era alegría, sobre todo entre las chicas, que hacían gimnasia rítmica con la música de fondo. Y en Música, los alumnos imitaban a Miguel Bosé con “Superman” o “El hombre-lobo en París”. La Literatura, sin embargo, a veces era trinchera. José Manuel Capita pedía más léxico que un diccionario, más comprensión que un filósofo. Había profesores que confundían la enseñanza con el castigo. Pero otros, como José María García Bañuls, encontraban en la matemática francesa un ritmo casi poético. Así fueron los años 80 en Fuentes: una mezcla de vara y canción, de sueños truncados y vocaciones salvadas a última hora. De hostias voladoras y crucifijos caídos. De lágrimas y risas. De educación a golpes… y de otras, por fin, que llegaron con manos abiertas.