Para sus madres, más que sus hijas, siempre serán sus niñas. Ellas, las pequeñas princesas juegan a ser adultas, jugar es su obligación. Disfrazadas de viuditas del conde laurel en la versión de Semana Santa. Luciendo sus vestiditos negros, desfilan en un cortejo ante las atentas miradas enrojecidas, vidriosas y orgullosas de sus abuelos, que sienten que después de todo, vivir vale la pena si el premio se recibe en sonrisas de sus nietas. Las abuelas viajan en el tiempo recordando cómo era todo cuando ellas eran niñas. Entonces, las mujeres tenían un cometido, los hombres otro. Los hombres tenían obligaciones y privilegios, las mujeres sólo obligaciones. Los hombres trabajaban fuera, a veces como bestias, las mujeres lo hacían dentro, también como bestias, pero en silencio e invisibles, sin medallas al trabajo.

Sin mucha reflexión previa, o con toda ella, las párvulas solo participan llevando mantilla, en la procesión que les han organizado en la escuela infantil de su pueblo, son dolientes pasivas. No portan el pequeño paso que culmina con un crucifijo; los costaleros son niños, tampoco llevan instrumentos de plástico, ni gorras de plato, eso también es para niños. No importa que las mujeres hayan derribado muros y ya, aunque pocas, haya músicas y costaleras, nazarenas y penitentes, capataces con falda y hermanas mayores. La tradición es la tradición, aunque sea rancia e injusta. Si hubiese progreso dejarían de ser tradiciones. La mantilla ha sido el único símbolo de la participación de la mujer en Semana Santa durante siglos, eso y vestir de oro y encaje a las tallas barrocas. Menos mal que el capillo y el capirote vuelven irreconocibles a las personas, de no ser así tampoco habría penitentas. Todo el mundo es igual bajo un capirote.

Cómo el papel protagonista puede ser secundario. Cómo se puede despreciar y relegar al cincuenta por ciento de la sociedad. Cuidar de sus maridos era su misión, parir hijos varones, procurar que crecieran fuertes para heredar la tierra, el arado y la yunta. Parir hijas, criarlas calladas y sumisas para perpetuar la especie, para continuar con el ciclo de la vida humana. La maternidad era obligatoria, había que guardar las tradiciones, transmitir la lengua materna, la cultura materna, la cocina materna, la religión materna. “Una mujer que no tiene hijos, no es una mujer”, es un campo yermo. Nada debía cambiar, porque la mujer está sujeta por profundas raíces que se pierden en los tiempos siempre oscuros, sobre todo cuando se es pobre y se tiene que obedecer al padre, al marido, al hijo, al hermano, obedecer al hombre.

Evolucionamos, es un hecho, a trancas y barrancas, también es un hecho. Lo hacemos pese a la resistencia macho-troglodita organizada en partidos políticos rebosantes de testosterona y bilis, frenando, ridiculizando, ninguneando, “desprogresando”, involucionando a toda costa, queriendo volver a los tiempos de “tú te callas, el hombre soy yo”. Claro que, también hay hombres que intentan, intentamos, con mayor o menor fortuna, superar nuestra educación, esa que nos impedía llorar, mostrar debilidad y hasta mostrar humanidad. Esa es la misma educación que formaba un carácter que se reía del fracaso y encumbraba hasta la estupidez el éxito. Esa que nos impedía mirar de tú a tú a las mujeres, a las listas y a las tontas, a las buenas y a las malas personas, como lo hacemos con otros hombres.

Hoy a esas inconscientes niñas que van en procesión sin soltarse de una cuerda, les da lo mismo, nada saben de sexismo, como nada saben de racismo. No hay odio ni intolerancia aún en sus vidas, todo es nuevo y bonito. Lo importante, lo verdaderamente importante es el chupa-chups de fresa y nata y lo rico que está. Todas esperarán su turno para compartirlo, porque aún no les ha vencido el egoísmo, aunque está dentro de ellas como dentro de todos nosotros. Bendita bondad, bendita inconsciencia que ignora el mal.

Los cambios en la Semana Santa van a ritmo de tortuga, a la velocidad de la tradición, y todos provienen de las mujeres, que actúan sin permiso, contraviniendo reglas escritas en piedra, desafiando a las más rancias mentes alcanforadas. Por mucha resistencia que se oponga, no se puede luchar contra la evolución de una sociedad que nunca ha sido tan feminista como hoy. Por eso hay tanta resistencia que denigra y humilla, mata mujeres y hasta a sus hijos, tal es su cobardía asesina. Esa resistencia se presenta a las elecciones, siendo defendida también por mujeres de mente estrecha y cómplice que viven en este siglo pero no en esta era, garantes de que todo siga tan injusto como siempre.

Niñitas que parecéis abuelitas con collares de plástico, jugad, reíd en vuestra inconsciencia, ya llegará el tiempo de pelear por lo que es vuestro, el futuro os pertenece, pero nadie os regalará nada, salvo la educación, esa sí os hará libres de complejas estrecheces mentales y tradiciones apolilladas y brutales como el machismo y otras más que yo me sé.