El campo tiene más teclas que un piano y más misterios que una novela de Agatha Christie. Si llueve, porque llueve y si no llueve, porque no llueve. Si el mayete ara en profundidad o si siembra en superficie. Si siembra antes o después. Un error de cálculo puede inclinar la balanza en un sentido o en el contrario. Antes, allá por los años setenta, aspirar a mayete de cierta enjundia suponía jugarse el pequeño patrimonio a la ruleta. Si ganabas te hacías medio rico, pero si perdías, el dedo de tu futuro indicaba el camino de la emigración.
Como habrá advertido el lector, las nostalgias de hoy van de las profundidades y de la aventura del campo. En Fuentes ha habido siempre partidarios de profundizar la tierra para acopiar en invierno el agua que las simientes necesitarán cuando llegue la primavera. Ponen sus fichas de la ruleta en la casilla del jugo de la tierra. Sin jugo no hay cosecha y sin cosecha no hay mayete.
Otros, en cambio, han sido toda la vida partidarios de no ahondar los surcos porque fían todo a la oportunidad de la lluvia. Sostienen que si no llueve o lo hace en demasía o fuera de tiempo, para nada servirá que el arado penetre hasta las entrañas de la tierra. Para qué gastar tiempo, dinero y esfuerzo si todo está en manos de Dios. Esto último, lo de llover fuera de tiempo, ocurrió el año pasado y los girasoles no han valido más que para llenar los campos de cañas arrastradas por las lluvias de este otoño.

El campo es como el dilema de Epicuro: ¿Si Dios es omnipotente, por qué permite que exista el mal? Si las nubes existen ¿por qué unas veces traen la lluvia y otras no? Los secretos del campo son tan insondables como inescrutables los caminos del señor. En Fuentes hubo en aquellos años unos cuantos mayetillos que dieron con su buena estrella y se convirtieron en mayetones haciendo casi lo mismo con lo que otros cuantos se estrellaron. Las cuentas eran las siguientes, chispa más chispa menos. En los años setenta, un tractor de la época sacaba buenas cosechas, aunque la escasa potencia de su motor no le permitía profundizar, porque el agua caía a tiempo. En cambio, en 2025, un tractor veinte veces más potente no saca buenas cosechas cuando el agua cae a destiempo.
En 1970, el agricultor fontaniego está harto del Ebro, incómodo y de escasa potencia, y decide comprar el John Deere 2020. Una fanega de tierra costaba cien mil pesetas, una fortuna entonces. Lo hace porque la tierra tenía valor, más aún que la industria. Fuentes estaba lleno de pequeños agricultores que tenían diez fanegas de tierras, muchas veces heredadas, suficiente para que los abuelos sobrevivieran, pero no para hacerlo en pleno desarrollismo del momento. Por eso se veían en la tesitura de arriesgarse a perder sus diez fanegas a cambio de un crédito que le serviría para arrendar setenta u ochenta.
De la hipoteca sobre las diez fanegas podrá obtener un millón de pesetas, con la cual conseguirá el crédito necesario para arrendar las soñadas 80 fanegas (150.000 pesetas), un tractor (300.000 pesetas) los aperos de labranza, las simientes, los abonos y el Citroen 2 caballos (100.000 pesetas) para ir y venir al campo… Con esos números extendidos sobre la almohada, al día siguiente, el fontaniego ve en el espejo la imagen de todo un agricultor. Si todo sale bien, de mayete a mayetón. Si no sale bien, carne de emigración. Menudo dilema. Especialmente porque en los años setenta no había ni subvenciones de la UE ni seguros agrarios. Hay que ver lo aventurera que es la agricultura de Fuentes.

