Una modesta lápida con un sencillo relieve representando un Jesús con la cruz a cuestas y una breve inscripción, Manuel Torres Fruto, muerto a la edad de 19 años, que el señor en su infinita misericordia lo acoja en su seno, daban fe de que allí descansaba el hijo del espartero. Como Corrillo oyera las alabanzas que tributábamos a su persona repitiendo ¡qué bueno era el Manolo!, al pasar junto a él ya en la puerta del cementerio nos dijo "cuando seáis lo suficiente mayores os contaré de qué murió el Manolo". Para nosotros había muerto de una cosa mala, algo que estábamos acostumbrados a oír y a nuestra edad ni necesitábamos ni especulábamos con otras posibilidades.

Era normal que muchos en aquellos años, después de las atenciones que les dispensara la partera, solo recibieran la visita de un médico para extenderles el certificado de defunción cuando estaban de cuerpo presente. Como normal era que la gente se muriera de cualquier cosa, sin que nadie supiera realmente la causa. Los vivos morían con el mismo anonimato que nacían y vivían. El enterrador Corrillo, que fue siempre un personaje siniestro al servicio del crimen de estado, nunca nos desveló de qué había muerto el pobre Manuel. De nada bueno, seguro, pero también de algo misterioso.

No puedo aportar noticia cierta sobre en qué año recalaron los esparteros en Fuentes. Tenían el taller en un cocherón del Postigo, un poco más arriba de donde estuvo la primera tienda de Cecilio. Estaba compuesta la familia por el padre, un hombre de unos cincuenta y tantos años, corpulento y con una barba que le daba un semblante grave que a mi me hacía pensar en el Abraham del libro de historia sagrada. La madre tal vez fuese un poco más joven, siempre con vestido y velo de negro riguroso. El hijo mayor, Manolo, del que conservo la imagen de un mocito alto y fuerte sacudiéndose el mandil de cuero que siempre llevaba puesto para proteger ropa y cuerpo de los pinchazos del esparto mientras cosía serones. Después venía Francisquito, que simultaneaba la escuela con el trabajo en la espartería. A continuación, Elías, de nuestra edad y por último una niña, más pequeña.

El cocherón de la espartería era lo suficientemente amplio para el normal desarrollo de la actividad. En cuanto a condiciones de habitabilidad, creo que reunía muy pocas, pero se apañaban. Qué remedio. Se ganaban la vida haciendo serones de esparto y sogas. Para el torcido de las sogas empleaban una especie de carro, algo parecido al de la foto de arriba, pero mucho más rústico y, por supuesto, sin motor. Tenía una rueda de madera que hacían girar con una manivela y una serie de postes de madera muy gruesos y rematados con un pie en forma de cruz que le daba estabilidad.

Las sogas se medían por varas y las vendían a tres pesetas la vara. A veces les encargaban sogas de longitud superior a la del cocherón en el que trabajaban y, cuando tenían tres o cuatro encargos, cogían el carro, la rueda que servia tanto para el torcido de las sogas como para trasladarlo de un sitio a otro de forma parecida al carrillo del afilador, varios postes de aquellos tan pesados con el pie en forma de cruz, unos ganchos de hierro y unos tacos de madera con varias acanaladuras, según la soga a fabricar, y lo trasladaban todo al final de la calle Humildad, allí donde la acera se ensanchaba en la puerta del convento de las hermanitas.

Por lo general se arreglaban solos, pero nosotros mirábamos y de vez en cuando por si requerían nuestra colaboración, sobre todo para hacer de contrapeso subidos al pie en forma de cruz del poste que marcaría la longitud de la soga a fin de evitar su desplazamiento cuando empezaran a hacer girar la manivela de la máquina para efectuar el último paso, que era el torcido de la cuerda. Este era el punto más delicado y requería gran habilidad y destreza en el manejo de la pieza de madera con acanaladuras para que los jilillos que formarían la soga no se enredaran de cualquier manera. Normalmente era el padre el que ejecutaba esta labor y conseguía unas sogas con un trenzado impecable.

Así iban tirando. Con la muerte del Manolo, a la pena y el sufrimiento por la pérdida del hijo se sumó una importante disminución en los efectivos de trabajo y, para colmo de desgracias, se cumplió una vez más aquel refrán que dice que siempre llueve sobre mojado, y Francisquito, el segundo en edad y que ya empezaba a tener un peso importante en trabajo de la espartería, se rompió una pierna. Lo llevaron a Sevilla, supongo que a San Juan de Dios, donde lo operaron, y volvió al cabo de unos días con la pierna enyesada hasta el muslo.

La gravedad del rostro del padre se acentuó considerablemente y en poco tiempo se convirtió en un rictus de resignación. El Francisquito renqueaba por el cocherón con la pierna rígida y ayudaba al padre en lo que podía. Cuando le quitaron el yeso, la señal de los puntos le dejó el dibujo de una cremallera que le ocupaba buena parte de la pierna. No recuperó del todo el juego de la rodilla y desde entonces al andar renqueaba un poco. La familia entró en caída libre. Una tarde, Elías nos dijo que su padre tenía varios encargos de sogas pero que estaba a punto de cancelarlos pues veía que entre ellos no podrían desplazar el equipo hasta la acera de la ermita y fabricar las sogas.

Nosotros nos ofrecimos para ayudar y así entre cada dos cargamos con un poste de aquellos tan pesados y en varios viajes trasladamos todo el material hasta la puerta de la ermita y, una vez allí, recabamos la ayuda de unos colegas que jugaban en el Portillo y que se prestaron de muy buena gana. El espartero pudo fabricar las sogas encargadas. Pero aquel día la imagen de varios de nosotros encaramados al pie en forma de cruz, arracimados en torno al poste que marcaba la longitud de la soga y agitando los brazos como si fuéramos náufragos pidiendo ayuda creo que fue, para el pobre espartero, el preludio del desastre que estaba a punto de producirse.

El barco de su familia hacia agua por todas partes. La muerte del Manolo fue como un torpedo en plena línea de flotación. Unos días después la puerta del cocherón amaneció cerrada y ya no volvió a abrirse hasta que, después de efectuadas algunas reformas, Pepe Márquez puso una tienda de granos donde de vez en cuando yo iba con una esportilla para comprar un kilo de trigo para las gallinas. Del paso de aquella familia por Fuentes pronto no quedó más vestigio que aquella modesta lápida en el cementerio viejo. Y el misterio de la causa de su muerte.