Hirohito, el emperador del Japón, ordenó bombardear Pearl Harbor. Inmediatamente, los estadounidenses de origen japonés fueron confinados en campos de concentración. Temían que los “amarillos” fuesen quintacolumnistas. El enemigo estaba en casa aunque tuviese la misma nacionalidad. Unos años después, bastaba con ser pobre en España, para ser detenido y deportado, aunque no se fuese “amarillo”.

En los años del silencio, el hatillo y la alpargata, el cacique con bigotito y su manijero fiel, la desesperación inundaba a manta los campos de Andalucía. Por mucho que soñase el humilde con un mundo en el que sus hijos no llevasen los pantalones raídos y estudiasen más allá de las cuatro reglas, los milagros habían sido prohibidos por orden gubernativa. Los más inquietos, aquéllos que nada tenían que perder porque nada tenían, decidieron huir a la tierra prometida. A veces la huida es la acción más valiente. Les  habían contado que España era una, grande y libre. No creo que se creyeran el cuento, salvo lo de grande, en kilómetros cuadrados, claro. Una cuerda de esparto servía para atar la vieja maleta de madera que contenía poca cosa además de esperanzas.

Mil horas más tarde, llegaban a la imponente estación de Francia de Barcelona. Me imagino las caras de estupor al ver su gran estructura modernista. Era como si hubieran llegado a las puertas del cielo. Barcelona era un lugar mucho más lejos del tercer mundo que su pueblo y, a diferencia de él,  lleno de oportunidades de progreso. Sabían que allí serían mano de obra barata, que nada les iba a regalar la vida. Contaban con dos brazos y un lomo que podrían doblar, como habían hecho siempre, pero también que esta vez su esfuerzo tendría recompensa. Llegaron miles, que más tarde se convertirían en cientos de miles. Como no había “cama pa tanta gente”, muchos levantaron chabolas en suburbios atestados de miseria. Lo de progresar poco a poco comenzaba con muy poco.

Con la excusa del hacinamiento en infraviviendas de los nuevos moradores, en 1954, el Gobernador Civil de Barcelona, Felipe Acedo Colunga, dio la orden de cercar los nuevos barrios de hojalata y uralita y no permitir la entrada ni construcción de nuevas chabolas en toda la provincia. Ya había pobres de sobra. A partir de entonces, la Policía Armada y la Guardia Civil vigilaban permanentemente las estaciones de tren y de autobuses. Todo individuo que no tuviese contrato de trabajo y/o domicilio legal, era arrestado y confinado en el palacio de las Misiones, un campo de concentración improvisado, una cárcel provisional, desde ea que eran deportados a su lugar de procedencia.

A veces el cielo tiene puertas giratorias y los sueños se diluyen al grito de ¡Documentación! Eran expulsados pese a estar en su país, ese de las “rutas imperiales” y el “destino en lo universal”. Supongo que más de uno sintió el mismo miedo que los estadounidenses “blancos” en 1941. El mismo miedo que sienten los vaqueros armados con placa que patrullan a caballo hoy por la orilla norte del Río Bravo. La historia se repite de manera fractal, una y otra vez.

Ayer se gritaba, hasta con decretos, “xarnegos fora”. Hoy se les grita fuera a los “negros”, a los “moros”, a los “sudacas”… Qué felices deben de sentirse los amigos del Brexit en el Reino Unido, liberados por fin de conductores de camión, albañiles, camareras, barrenderos y cuidadoras de niños.