Mis recuerdos de la Semana Santa de Fuentes son los de cualquier chaval de aquella época. El principal aliciente era que no había escuela y durante el día podíamos dedicarnos a nuestros juegos preferidos. Por la tarde nos reuníamos en las proximidades del convento o iglesia de donde saliera la procesión correspondiente, según el día, y después correteábamos por entre la gente, sin prestar mucha atención a Cristos y Vírgenes, hasta que nos cansábamos y nos íbamos para casa. Lo que sí nos gustaba eran las bandas de romanos y sus redobles de tambor pom poropom.

A los 8 o 9 años entré de monaguillo en el convento de las Mercedarias y esto llevó aparejado una conexión más directa con la procesión de la Veracruz, ya que durante dos años formé parte del cortejo procesional, en la modesta condición de monaguillo junto con Paco Chocolate, Manolo la Garaña y José Portillo. Armados de incensario y naveta, nuestra misión consistía principalmente en avivar periódicamente las brasas del incensario y añadir cucharadas de incienso para hacer sahumerios. El año anterior hubo un fallo logístico que el cura no había previsto y es que las brasas que las monjas nos pusieron en el incensario se agotaron a media procesión.

Al año siguiente, el Jueves Santo el cura nos citó en el convento a las seis de la tarde, ordenó que nos pusiéramos la sotana y el roquete, nos reunió en la sacristía y nos leyó el manual de instrucciones al que deberíamos atenernos durante la procesión y nos comunicó que además de incensario y naveta, iríamos provistos de unas taleguillas llenas de carbón que iríamos añadiendo al incensario a medida que se consumía el que llevaba para no tropezar dos veces con la misma piedra. La procesión no saldría hasta las nueve de la noche y nos preguntábamos por qué el cura nos había convocado con tanto tiempo, pero la espera no resultó aburrida y nos permitió observar todos los prolegómenos necesarios para poner en marcha la procesión.

Primero los pasos, sin enaguas, puestos sobre unas plataformas de madera con ruedas, fueron arrastrados hasta el patio exterior del convento. Sin enaguas, lo que más llamaba la atención del paso era la dura y robusta estructura de barrotes de madera donde los costaleros habían de arrimar el hombro, que contrastaba grandemente con la aparentemente frágil y delicada figura de la Virgen de Mayor Dolor, cubierta con el lujoso manto que, según decían, costeó doña Victoria Huertas Muñoz, madame de un burdel de Sevilla y más tarde esposa y viuda de Manolé, el médico republicano y masón que frecuentaba el establecimiento donde la señora ejercía sus funciones. Este rumboso gesto y otras obras de caridad que, según dicen, practicaba le allanaron el camino para conseguir la dignidad de camarera de la Virgen, pese a la tenaz oposición del párroco José Ojeda y de muchos de los cofrades de la Veracruz.

Al cabo de poco fueron llegando los costaleros Jarapo, David, el Capitán y otros a los cuales sólo conocía de vista. Pasó otro rato y aparecieron varios cofrades, entre ellos el hermano mayor, que comenzó con los costaleros una negociación que duró casi una hora sobre lo que les pagaría. Los costaleros, representados por Jarapo, se plantaron en ocho duros. Ocho duros o el paso lo sacáis vosotros. Estaba claro que los del capirote verde no estaban dispuestos a semejante disparate, así que aconsejaron al hermano mayor que cediera.

Ajustado el precio, apareció el capataz que, en función de su experiencia, fue indicando a los costaleros el lugar que cada uno debía ocupar en la estructura de barrotes. Después, las cosas se fueron acelerando. Le pusieron las enaguas a los pasos, le hicieron algunos arreglos de última hora al Cristo y a la Virgen, aparecieron los niños de no sé qué colegio con sus tambores y sus cornetas, apareció la Verónica y las Santas mujeres, que siempre eran las hijas de Emilio Cárdenas y una de Sarapio. También apareció la guardia civil y una multitud de nazarenos con capirote verde que se esforzaron por organizar de la forma más rápida y eficiente la comitiva.

Cuando el hermano mayor consideró oportuno, hizo una seña al capataz y éste con el llamador en la mano gritó a través de la ventanilla que había en las enaguas "¿Jarapo, estás dispuesto, hijo? Si, contestaron desde adentro. Toc, toc toc toc, a estaaaa essss TOC. Nosotros nos colocamos en el lugar que nos indicaron y la procesión enfiló la calle Mayor en busca de la calle Lora. La entrada a la calle ofrecía cierta dificultad y el capataz mandó parar para estudiar la situación con detenimiento. Como queda dicho, nuestra misión era hacer sahumerio. Y en aquella estrechez de la calle Lora, con la gente pegada a las paredes sin posibilidad de escape, echamos dos cucharadas de incienso y le dimos aire al incensario.

La gente empezó a toser y quedaron como conejos ahumados en la madriguera. Por fin, el capataz dio la orden de marcha. Estábamos a la altura de los futbolines cuando el capataz empezó a gritar "¡derecha alante, derecha alante!". Por algún fallejo en la distribución de los costaleros, el lado izquierdo avanzaba más rápido que el derecho y el paso se decantaba claramente hacia la derecha. Alguien dijo, a que meten el paso en los futbolines del Noventa. El capataz solucionó rápidamente el entuerto cambiando a varios costaleros de sitio. A partir de aquí la procesión siguió su curso, largo, aburrido, interminable. Se consumió la cera de los cirios, las energías de nazarenos, penitentes y público en general, que iba despertando de filas a medida que la comitiva pasaba cerca de sus casas. Pero nosotros, gracias a la taleguillas de carbón que nos proveyó el cura, llegamos echando humo hasta el final.

La siguiente historia no la viví personalmente, pero la cuento como me la contaron. Iba nuestro Padre Jesús de la Humildad por la calle Cruzverde, a la altura del zambullo del Manchego. Aunque habían hecho una larga tirada y aunque sabía que los sufridos costaleros lo necesitaban, nada más lejos de la intención del capataz que parar en la puerta de aquel garito donde tenía su sede la venerable cofradía del pirriaque. Pero como empezaron a oírse gritos de ¡saeta saeta!, que los costaleros acogieron con gran júbilo para sus espaldas, el capataz no tuvo más remedio que dar el aldabonazo correspondiente y detener el paso. Los cuchicheos del público dejaban bien patente que había división de opiniones.

Era el caso de algunos colegas medio del medio litro. A fuerza de decirle que él tenía arte pa eso y pa mucho más, convencieron al Chato er Porvo de que le echara una saeta a nuestro padre Jesús de la Humildad. Al ver que el paso se detenía, los compañeros gritando ¡paso al Chato que va a cantar una saeta!, lo colocaron todo lo cerca que el protocolo permitía. Por fin, el Chato se arrancó con el clásico "ayayay mirarlo por ande viene clavaito en una cru". Resultó que el Chato cantaba con gran arte y sentimiento. Sonaron algunos vivas y ánimo Chato. Hasta algunos incrédulos llegaron a pensar que un hombre que cantaba con tan gran sentimiento tal vez era merecedor de mejor destino que el que la vida le había adjudicado.

La cosa pudo acabar bastante bien, pero el diablo, que nunca, descansa aquel día andaba por allí encarnado en la persona de aquél que apodaban el Turutu. Este hombre se ganaba la vida dando portes con un carrillo. Viendo que el Chato estaba saliendo del compromiso con cierto éxito, no tuvo más ocurrencia que coger una agujeta de aquellas de cabeza negra que las mujeres utilizaban para sujetar el velo y pegarle al Chato un agujetazo en el culo. El pobre hombre soltó un me cago en dios que se oyó en to el pueblo. Se armó un revuelo de mil demonios y rápidamente se movilizaron las fuerzas represivas capitaneadas por el despótico e irascible párroco José Ojeda gritando ¡a la cárcel, a la cárcel!. Y a la cárcel fue.