Un día en el mercadillo de trastos de los domingos en Mollet vi el aparato que aparece más abajo y no pude resistir la tentación de fotografiarlo porque me trajo a la memoria el taller del maestro Guerrero (Soplaguiso para los fontaniegos). Es un compresor y funciona insuflándole aire con la bomba que lleva adosaba en un costado. Soplaguiso tenía uno igual y lo utilizaba para pintar las matriculas de las bicicletas. Para pintar tres números había que estar una hora echando aire con la bomba. Describir el taller del maestro Guerrero requeriría toda una enciclopedia, pero relataré un episodio que puede dar una idea de la especial idiosincrasia del maestro y su taller.

Una noche, después de cenar, me di una vuelta por la calle Mayor y, como vi que el taller aun estaba abierto entré, pues mi primo Paco trabajaba allí de aprendiz, junto con otros tres chavales que eran Manuel Gamero, de la calle el Bolo, Antonio Talavera, del Cerro, y Manolo la Garaña, del Postigo. Le pregunté a mi primo si tardaría mucho en salir, pues aquella noche daban en el cine la Mosquita La Bestia Magnífica, una de lucha libre. Me contestó que hasta que el maestro bajara la puerta no se podía ir. El maestro estaba muy cabreao porque llevaban toa la santa tarde tratando de hacerle la puesta a punto a una moto ISO y no había manera de encontrar la abertura correcta de los platinos.

La técnica empleada también es digna de mención. Mientras el maestro trataba de ajustar la separación de los contactos metiendo un destornillador por la abertura del volante magnético, un aprendiz aguantaba el cable enrollado a la bujía y el otro le daba al pedal de arranque para comprobar la chispa. Chispa había y calambrazos también, ya que el que aguantaba el cable enrollado en la bujía soltaba un "me cago en dios" cada vez que el otro le daba una patada al pedal de arranque, pero la puta moto no arrancaba. El maestro se lo tomó muy a pecho y dijo que allí no se movía nadie hasta que la moto arrancara. Más a pecho se lo tomó el propietario de la moto, que era el Guerra, el meteorólogo vocacional del pueblo que tenía la casilla a medio camino entre el pueblo y la Aljabara, y un observatorio astronómico, según decían, en lo alto de un olivo, desde el cual elaboraba los pronósticos del tiempo.

Harto de las excusas del  mecánico, le dijo "maestro me voy a tomar algo ancá el Catalino y como cuando vuelva no esté la moto en marcha va a haber tormenta. El maestro pensó que tal vez no fuera mala idea hacer él también un reset y le dijo a uno de los aprendices que fuera a su casa y le dijera a su mujer que le trajera la cena. La mujer no tardó mucho en llegar con una cesta. Subimos todos a un soberaíllo ande había de to, sobretó mierda. La mujer sacó de la cesta medio kilo de pan y una lata de sardinas de aquellas grandes, a la que le quedaban tres o cuatro capas de sardinas en el fondo. Igual había un kilo. Lo puso en el suelo directamente, cogió la cesta y se marchó por donde había venido.

Al maestro ni se le pasó por la cabeza lavarse las manos. Tampoco había donde ni con qué. Ni mucho menos, repartir alguna sardinilla con los presentes, que éramos los cuatro aprendices y un servidor que estábamos todos metios en el soberaíllo. No le incomodaba en absoluto nuestra presencia mientras comía. Sentado en una banqueta, le pegó un pellizco al medio kilo y metió un sopón en la lata de las sardinas, lo sacó chorreando aceite y se lo zampó. Luego agarró un puñao de sardinas, que siguió el mismo camino. Los presentes mirábamos y el maestro comía. Esta era una situación muy aceptada en aquellos tiempos. El que no tenía con qué, miraba y el que tenía con qué, comía, sin sentirse incómodo en  absoluto. Desde el púlpito ya se encargaban los ministros de dios de decir que el pasaba hambre era porque se lo merecía.

Muchas noches, el maestro debía cenar lo mismo, lo cual no estaba mal para la época porque había por allí cerca varias latas iguales a aquella de la que él estaba comiendo y que una vez vacías las destinaba a otros usos. Alguna contenía agua sucia, gasolina, gasoil. Una que contenía aceite quemado de motor estaba peligrosamente cerca de aquella de la que él estaba comiendo y que el maestro no se había molestado en poner a prudente distancia. El soberaillo no tenía más iluminación que una bombilla de 25 vatios. En un momento en que tenía en la mano un sopón dispuesto para meterlo en la lata de las sardinas se fue la luz y, aunque debido a la oscuridad no pude verlo, juraría que el maestro lo había metió en la del aceite de motor quemao

La luz no tardó en volver, el maestro se tragó el sopón y por el brillo tornasolado del aceite que le chorreaba por la comisura de los labios vi que había acertado en mi suposición. No hizo ningún mohín ni gesto extraño y se limitó a decir, coño mi mujer ya ha vuelto a comprar las sardinas de ancá la Piompa y mira que le tengo dicho que no las compre de allí que el aceite es mu picantillo.

Aunque yo había oído contar que había en el pueblo un tal Matruco que le echaba a la tostá el aceite del Velón y no había cabida en aquellos tiempos para estómagos melindrosos, el mío no me permitió aguardar a reacciones y comentarios. Eché por las escalerillas abajo y no paré hasta la puerta de Escalera, donde me dieron unas arcás tremendas. Los días siguientes le fui preguntando a mi primo si el maestro tenia cagaleras y me dijo que lo que tenia era una mala leche de cuidao porque aún no habían podido arrancar la ISO. El Guerra estuvo por lo menos una semana yendo y viniendo a pata. Dios la ISO y en Fuentes la vendía Soplaguiso.