Don Dámaso era un profesor currucato, un lechuguino presumido que impartió clases con mano de hierro en la escuela de la estación entre 1971 y 1974. Elegante, figurín, pisaverde y petimetre, pero cruel como mandaban los cánones de la escuela de aquella época. Posiblemente, Don Dámaso habría tratado a sus alumnos de forma diferente de haber ejercido la docencia en otra época. Entonces no mostró piedad con aquellos niños atribulados que salíamos a la pizarra a hacer una división con las rodillas entrechocando de miedo. Don Dámaso Sepúlveda Sepúlveda era su nombre completo. Sepúlveda por partida doble, muy joven, natural de Toledo, profesor de EGB.
El franquismo agonizaba, pero Don Dámaso no parecía haberse enterado aún de que los métodos pedagógicos de la dictadura estaban en retirada. Posiblemente fue un hombre bueno. Habrá que creer que lo fue. Posiblemente porque pocos en Fuentes cuestionaban que había que pegarles a los niños para que aprendieran. Aunque hacía años que circulaban los libros “Pedagogía del oprimido” y “La educación como práctica de la libertad”, del pedagogo Paulo Freire. En Fuentes se aplicaba la “educación como práctica de la crueldad”. Paulo Freire llegó a Fuentes muchos años más tarde, aunque lo hizo con fuerza.
Cuando terminó su misión pedagógica en Fuentes y fue destinado a Huelva, Don Dámaso dejó atrás una estela de profesor muy singular, el más singular de la historia de la escuela de la estación. Un profesor con clase, fino, con el pelo negro repeinado siempre, con una chaqueta gris de cuadros de finas rayas negras, corbata azul, pantalones y zapatos a juego. Fino de nacimiento, de esa piel fina y blanca, casi transparente, que tanto escaseaba en Fuentes y que confería al maestro un aire extraño, de otro mundo.
En cambio, de este mundo eran los guantazos que daba a los alumnos. Era estricto porque le había tocado el papel de malo, de duro, de villano. Por eso actuaba de forma ruin. Posiblemente en cumplimiento de las órdenes de los directores, de los inspectores, de los jefes de la inspección, del director territorial… El caudillo nos contemplaba por encima de la pizarra y nosotros, con seis o siete años nos sentíamos como metidos en la pesadilla del “Expreso de medianoche”. Los guantazos de Don Dámaso, que sería un santo, no digo que no, a nosotros nos tenían aterrorizados. Fiel defensor del sistema del palo sin zanahoria. Pedagogía para la amargura.
Don Dámaso tenía 25 o 26 años y estaba soltero, aunque tenía una novia muy guapa, también profesora de la escuela de la estación. Él se hospedaba en una pensión de la calle San Sebastián. Frecuente parroquiano de las tabernas, disfrutaba con el tapeo. Le gustaba tomarse su quinto de cerveza y su tapita de calamares, ensaladilla, de mero, gambas, queso o lo que pillara, con la novia al lado, casi siempre con jersey o camisa marrón, tenía el pelo negro muy recogido. Como estaban arreglado las calles de Fuentes y era tan guapa, siempre se ganaba los piropos de los albañiles. Don Dámaso nos decía que nos teníamos que comprar el libro “Senda” ancá Lolita y ancá el Contraveneno. Aquel libro olía siempre a nuevo.
Echarse novia en Fuentes no sirvió para atemperar el rigor pedagógico de Don Dámaso. Tan cruel era que originó una revuelta de varias madres, alarmadas de que sus hijos llegaran a casa con la mano del maestro señalada en la cara. No pudiendo aguantar más, fueron a hablar con Don José el Gallego, por entonces director de la escuela. Los niños no supimos del resultado de aquella protesta ni amainaron los golpes del temperamental educador. Posiblemente seguía órdenes de arriba. En aquella época la violencia institucional caía de forma inesperada como un aguacero de otoño que troncha hasta las ramas de los olivos más fuertes.
Don Dámaso dejó huella en la escuela de la estación y en algún que otro rostro de sus alumnos. Todavía alguno le guardará algo de rencor, pero hay que decir en su descargo que le habían quitado su identidad, que no era él sino el sistema quien descargaba su ira sobre nosotros. Ocurría que era muy estricto cumpliendo órdenes, las acataba con tesón y diligencia. Suma diligencia. A rajatabla. Con saña diríase. De ahí su singularidad. Tenía la costumbre de reírse y echar dos carcajadas al tiempo que te pegaba una hostia o te cogía las patillas y te levantaba a pulso. No era malo, sino un personaje singular Don Dámaso.
De hecho, un día me preguntó la razón por la que no había ido a clase en toda la semana. Le dije que mi padre había muerto y, con todo lo duro que era, se quedó callado y por un momento creí ver dos lágrimas asomadas a sus ojos. Comprendí que Don Dámaso era capaz de sentir y hasta puede que padeciera con el dolor ajeno. El horario de clase era de 10 a 1 y de 3 a 5 de la tarde. En septiembre y junio el horario era de 9 a 2. Los sábados había escuela por la mañana. Nos formaban para cantar el himno de España mientras alzaban la bandera del aguilucho.
Por aquel entonces formábamos pandilla el Laguna, el Ruiz Jiménez, el Pepe el Matadero, Pavón, Eulogio Pilares, el Rosillo, Cristóbal Gómez... Nos hermanaban las correrías infantiles y los coscorrones de Don Dámaso grabados en el alma. Unidos en el coscorrón podía haber sido nuestro santo y seña. La cofradía de la bofetá de Don Dámaso. El día que se fue destinado a Huelva y terminamos tercero de EGB no es que sintiéramos un alivio, sino como si saliésemos del túnel donde nos habían metido al matricularnos.
En los deportes había mucha rivalidad entre la Puerta del Monte y la estación. Había cuatro deportes: fútbol, voleibol, baloncesto y balonmano. En fútbol y balonmano estábamos casi iguales, pero en voleibol la Puerta del Monte era mejor y en baloncesto lo era la estación. Don Ramón y Don Jesús Cerro eran muy aficionados al voleibol. La escuela de la estación era de tierra negra y de hierba. Los inviernos que llovía aquello se convertía en un barrizal. Nos gustaba mucho llevar las botas de agua y meternos por todos los charcos.
Las escuelas llenas de barro, las sillas, las mesas de madera, las tizas en la pizarra que venían en papel blanco y azul. A las cinco de la tarde, al acabarse la escuela, nos daban un vasito de leche RAM. Estábamos acostumbrados al olor a humanidad de la clase. A muchos niños se los llevaban los padres que iban a trabajar a la aceituna, por lo que faltaban mucho al colegio. No tenían para comprarse los libros y algunos profesores se enrabietaban, aunque callaban porque quien protestaba era etiquetado de rojo, que era lo mismo que ser el demonio.
Era director Don José el Gallego y los profesores eran Don Dámaso, Don Eladio, Don Porfirio, Don Francisco, Don Antonio Borombo. De las profesoras recuerdo a la señorita Caita, Carmela... Había escuela de niñas y escuela de niños, el mixto no existía. Órdenes del caudillo. Para los niños, las niñas eran un misterio insondable, pecado hablar con ellas y pecado mortal si pensando en la que te gustaba cedías a la tentación de los tocamientos. Confesión obligatoria, arrepentimiento, propósito de enmienda y penitencia. El demonio de Don Dámaso.