Don Sebastián era el espíritu nacional en persona. Espíritu nacional cien por cien guerrero. Más patriota que la bandera. Santiago y cierra España. Recaredo, Fernando III de Castilla y León y don Pelayo afincados en una clase del colegio de la Estación de Fuentes. Hassan II, el rey de Marruecos, le quitaba el sueño por aquellas fechas con sus aspiraciones de anexionarse el Sáhara español. El triunfo de la marcha verde fue el disgusto de la vida de don Sebastián. Fue como si le hubiesen cortado un trozo del cuerpo. Apretó los dientes, pero siguió con sus clases de geografía y sus ejercicios físicos, especialmente el fútbol, para endurecer el cuerpo y prepararlo para cuando llegara el día de la lucha definitiva que engrandecería de nuevo España.

De don Sebastián, los alumnos recordamos que tenía un Simca blanco, un prominente vientre, sin más pelo que el bigote, pantalones sujetos con tirantes y botas camperas. Presumía de hacer flexiones hasta tocarse los pies con las palmas de la mano, pero los alumnos no conseguíamos imaginarnos aquella barriga aprisionada entre el corto pecho del profesor, la redonda cabeza y las piernas disminuidas. Pero don Sebastián era nuestro profesor y en forma alguna podíamos poner en duda sus palabras. Si la voluntad puede mover montañas, más aún podía remover barrigas.

Educación estricta, voluntad inquebrantable, impasible el ademán, fuerza y voluntad de hierro. Hombría y honor al servicio de la patria. Eso rezumaban las clases de don Sebastián, tal vez el profesor más conocido de Fuentes en los años setenta. El más popular porque estuvo más tiempo que ningún otro. Corrían los últimos días de Franco, que agonizaba entubado en un hospital de Madrid, y ya se sabía que Juan Carlos iba a ser el futuro rey. Don Sebastián rezaba todos los días porque eso no rompiera la unidad de su patria, su bandera y su himno. Don Sebastián decía que cuando suena la marsellesa el francés se ponía en pie. El español debe hacer lo mismo cuando suena el himno nacional. Los alumnos formábamos igual que un ejército en el patio del colegio mientras se izaba la bandera nacional.

Don Sebastián estaba convencido de que la forma de inculcar el amor a la patria era hacernos recitar de memoria las provincias y regiones de España. ¡Ay del alumno que olvidara alguna! La preferida de don Sebastián era Castilla la Vieja, cuna de la raza española, madre de aquel imperio donde ni el sol osaba ponerse. Castilla y vieja eran dos términos gloriosos. Santander, Logroño, Pamplona, Soria, Palencia, Valladolid, Soria y Ávila. De Soria era su mejor amigo, don Fernando, castellano viejo, otro de los profesores de Fuentes, patriota y con nombre de reyes. El milagro de la Virgen de Covadonga que inició la reconquista fue incrustado en la memoria de los fontaniegos por obra y gracia de estos montaraces profesores. La reconquista le hacía brillar los ojos con fulgor de espadas.

El mismo criterio de la memorización aplicaba al lenguaje, las ciencias naturales, la religión y las ciencias sociales. Había que saber mares, ríos, montañas, batallas, generales y reyes, aunque los alumnos no supiéramos por qué ni para qué. Amontonábamos nombres, lugares o fórmulas como quien amontona quincalla. Igual que casi todos los profesores de la época, el empeño de don Sebastián era formar personas obedientes y sumisas, no inteligentes con capacidad de pensar por sí mismas. Y cómo no, el enorme profesor era amante de la religión, de repetir de corrido el credo, el yo pecador, el padre nuestro y la salve. Música celestial para sus oídos. Don Sebastián vivía muy cerquita de la Alameda, tenía dos hijos, Pablo, profesor, y José Luis, que emigró a Palma de Mallorca.

Los alumnos de don Sebastián nos dividíamos en tres categorías: los buenos, los regulares y los malos. A los buenos, todo. A los malos los mandaba directamente al infierno de las últimas filas. Los medianos, al purgatorio. Había que sudar tinta y rezar mucho para salir de los infiernos y del purgatorio. Sudar, rezar o hacerle la pelota. Expertos en sufrimiento. Había otras divisiones, las que entraban en sus clases de matemáticas con decimales, que traían aparejada invariablemente palabras gruesas y provocaban alguna que otra incontinencia urinaria en los alumnos menos curtidos. Exigía a los alumnos el manejo de los números y de las letras, el recitado de la lengua española, la salmodia de los rezos, la precisión matemática, la cronología histórica y la minuciosidad geográfica. En el fútbol había que fajarse con el barro y romperle la pierna al contrincante. Quería seres superiores dispuestos al sacrificio por Dios y por la patria.

Tenía favoritos y malditos, protegidos y apestados. A mediados del curso 1975-76 promocionó a cinco de sus preferidos directamente al curso superior. Los pasó a sexto sin haber terminado quinto. Él era así. Además de alumnos inteligentes y trabajadores, como fueron Juan José Medrano y Diego Muñoz Pavón, a don Sebastián había que caerle en gracia. Amante de contar historias, don Sebastián nos ilustró sobre las inundaciones de Sevilla, con la gente desplazándose en barcas como en Venecia, o cuando fue a ver un Cordoba-Betis y cómo los béticos entraban como corderitos en el campo cordobés. Los aficionados del Córdoba eran muy temidos por aquellos tiempos.

A Don Sebastián le gustaba cumplir estrictamente con los horarios y cuando entraba en clase siempre decía, a modo de advertencia, "a ver cómo va a bailar Miguel". En el aula empezaba el temblor de las piernas. Hubo un día en el que ocurrió algo inaudito: don Sebastián no dio su clase prevista. Debió de ser tremendo para aquel hombre de rigores sin límites. La razón no era otra que estaba muy afectado porque al padre de don Antonio, otro de los profesores de la estación, le habían robado las cinco vacas que tenía en el campo. Ese día don Sebastián parecía darnos clase de criminología y seguridad. Los alumnos le habíamos puesto el mote de Canon, pero no por ese afán justiciero, sino porque se parecía al policía de una serie de televisión de la época.

Por aquellos años los cabreros de Fuentes pasaban por la cercanía de la escuela inundando las aulas de olor de las cabras, por las ventanas veíamos los campos de trigo y pipa, mientras don Sebastián nos instruía diciendo que el mejor abono del mundo se llamaba Fertiberia. Iberia, España, Castilla la Vieja, Santander, Logroño, Pamplona, Soria, Palencia, Valladolid, Soria y Ávila.