Cualquier día de otoño es bueno para mirar al cielo y descubrir bandadas de aves que extrañamente vuelan en forma de V. Su vuelo nos informa de tres cosas importantes. Primera, que Europa ha de prepararse para recibir los helados días del invierno. Segunda, que las aves abandonan el norte en busca del clima cálido y con mejores alimentos que les aguarda en el sur. Y tercera, que esa manera de viajar en formación en V les permite ahorrar energía (el individuo que va en cabeza hace el mayor esfuerzo abriendo para las demás un túnel en el viento) para recorrer las enormes distancias que las separa de su destino, pese a lo cual es probable que una de cada cuatro no llegue nunca.

Pero este artículo no trata del interesante fenómeno de la migración de las aves (patos, grullas, correlimos, avutardas, cigüeñas…) sino del espacio natural de Doñana, situado en el extremo suroeste de Europa, uno de los lugares de destino o descanso de cientos de miles de esas aves en su largo viaje hacia el sur de Europa o el norte de África. Por eso y porque alberga una enorme variedad de especies animales y vegetales autóctonas, muchas de ellas en peligro de extinción, el parque natural de Doñana está considerado como uno de los humedales más importantes para la conservación de la biodiversidad del planeta Tierra. El problema es que Doñana sufre desde hace años, como otros humedales, una grave escasez de agua por culpa de la sequía y, sobre todo, por el abuso que hacen los agricultores para regar sus cultivos de frutos rojos: fresas, frambuesas y moras, principalmente.

La extracción desmedida de agua del subsuelo del parque y la grave sequía de los últimos años, atribuida por los científicos al cambio climático, han provocado que el 60 por ciento de las 2.867 lagunas que había en Doñana en 2014 han desaparecido por completo. Sus cuarteados lechos de limo han sido tomados por matorrales que difícilmente van a permitir que vuelvan a estar inundados incluso en el supuesto de que algún año llueva de forma abundante. En 2023 quedaban apenas algo más de 400 lagunas y muchas de ellas habían perdido superficie inundada y tiempo de inundación. Esto ocurre pese a que Doñana se asienta sobre un gigantesco acuífero de 2.300 kilómetros cuadrados, el mayor de Andalucía. Acuífero del que se surten los agricultores de la fresa (de los que en torno a 1.900 hectáreas lo hacen de forma ilegal) y aproximadamente 200.000 habitantes de 14 poblaciones de la zona, además de una gran urbanización de playa llamada Matalascañas que en verano acoge alrededor de 300.000 personas.

Desarrollo económico o protección de la naturaleza es la disyuntiva a la que se enfrenta Doñana, como tantos otros espacios de interés ecológico. La economía aparece históricamente asociada a destrucción de hábitats naturales. ¿Será Doñana capaz de romper esa tradición? De momento lo está logrando, aunque a cambio de sufrir enormes heridas y de fuertes inversiones de dinero a cambio de que no sucumba. La última batalla, el robo del agua de su subsuelo, parece haberla ganado con un pacto para que los agricultores del norte del parque cierren los pozos y transformen sus regadíos en bosques o en arboledas de almendros de secano. A cambio, recibirán 100.000 euros durante diez años por hectárea transformada. Es la respuesta de los gobiernos español y andaluz a las duras advertencias de la Comisión Europea, que amenaza con duras sanciones, la UNESCO y otros organismos internacionales por no ser capaces de garantizar la conservación de Doñana. Si no se corrige la deriva actual, el parque sería incluido en la lista de espacios en peligro.

No es la primera vez que instituciones internacionales acuden al rescate de Doñana ante las amenazas procedentes de los intereses económicos locales. De hecho, la propia creación del espacio protegido tuvo su origen en una campaña europea, impulsada en los años sesenta por el científico José Antonio Valverde, para evitar que el humedal fuese desecado para convertirlo en residencias veraniegas, campos de golf y cultivos intensivos. Miles de escolares europeos recaudaron en los años sesenta una parte del dinero que sirvió para comprar las primeras 7.000 hectáreas en el corazón del espacio y fue el germen del parque actual. De aquella movilización para salvar Doñana surgió en Londres la organización WWF (World Wildlife Fund). Desde entonces, el parque no ha parado de crecer hasta alcanzar las actuales 128.386 hectáreas.

Ahora, Doñana es un extenso territorio de especial interés porque alberga 400 especies de aves, 50 de mamíferos terrestres y marinos, 25 de reptiles, 11 de anfibios, 70 de peces, 1.300 de plantas vasculares, el lince ibérico, la tortuga mora, el salinete, el águila imperial… pero amenazado por numerosas agresiones. La última, el agua. Las máquinas tienen que ahondar los zacallones (charcas) para que el ganado pueda beber o para que no se extinga la lenteja de agua (Wolffia Arrhiza), entre otras muchas variedades de plantas acuáticas. El galápago europeo, que antes estaba extendido por todo el parque, ha quedado reducido a pequeños espacios. La transformación del hábitat de Doñana sucede a velocidad vertiginosa. El águila imperial y el lince ibérico, las dos especies más representativas de Doñana, se expanden ahora mejor fuera que dentro del parque. El águila imperial ha pasado de 15 a 6 parejas. Lo mismo le pasa al águila culebrera, al águila calzada y al milano real. El medio millón de aves acuáticas que pasaban el invierno en Doñana ha quedado reducido a menos de la mitad y la mayoría busca su alimento en los arrozales del entorno. Cuando hay arrozales. Porque en 2023, por la sequía, apenas se han sembrado unas pocas hectáreas.

La transformación del hábitat de Doñana sucede a velocidad vertiginosa. El águila imperial y el lince ibérico, las dos especies más representativas de Doñana, se expanden ahora mejor fuera que dentro del parque. El águila imperial ha pasado de 15 a 6 parejas. Lo mismo le pasa al águila culebrera, al águila calzada y al milano real. El medio millón de aves acuáticas que pasaban el invierno en Doñana ha quedado reducido a menos de la mitad y la mayoría busca su alimento en los arrozales del entorno. Cuando hay arrozales porque en los últimos años, con la sequía, apenas se han sembrado unas pocas hectáreas.

El director de la Estación Biológica de Doñana (CSIC), Eloy Revilla, sostiene que “la pérdida de hábitats acuáticos ha tenido un notable efecto sobre las libélulas y caballitos del diablo (odonatos). Este grupo es un excelente indicador del estado de conservación de los medios acuáticos. Doñana estaba considerada como un punto de alta diversidad de odonatos al haberse descrito desde 1959 un total de 43 especies. En la última década han sido detectadas 26 especies. En 2022 tan solo 12 especies, el 28 por ciento del total”. En las tierras altas, el 27 por ciento de los alcornoques están muertos.

La excepción a este declive es el lince ibérico, felino que a finales de los años noventa estaba en la lista de animales en peligro crítico de extinción. Quedaban menos de 160 ejemplares repartidos entre Doñana y Sierra Morena. Durante décadas habían sido perseguidos por los habitantes del entorno y sometidos a la escasez de conejos, su principal alimento. Fueron también las alertas y el dinero europeo el que propició un plan de defensa y recuperación que ha logrado su salvación. El número de ejemplares se ha multiplicado por diez desde el año 2000. En 2022 el censo registraba 1.668 individuos en 14 espacios reproductores. Andalucía tiene seis núcleos, Castilla-La Mancha cuatro y Extremadura otros cuatro. Ese crecimiento exponencial de la especie, sin embargo, no se registra principalmente en Doñana que, con el aljarafe sevillano, acoge únicamente 108 ejemplares, de los 627 censados en Andalucía.

Las agresiones del entorno han hecho de Doñana un parque asediado que, pese a todo, resiste contra viento y marea. La lista de ataques es larga y va desde aquellos primeros proyectos de urbanizaciones de playa, campos de golf y cultivos, hasta la última que dejaba al parque sin el agua necesaria para subsistir, pasando por una carretera costera, el vertido tóxico de la mina de Aznalcóllar, un oleoducto que iba a conducir petróleo desde el puerto de Huelva hasta una refinería en Badajoz, el uso masivo de plaguicidas en los arrozales del entorno… Puede que la extracción del agua del subsuelo, junto al cambio climático, no suponga el final de Doñana, pero se parece tanto al cierre de una era, que asusta asomarse a los fondos cuarteados y silenciosos de las lagunas que hace apenas nada estaban habitadas por una algarabía de gansos, flamencos, garzas, espátulas, águilas imperiales, moritos, fochas, sisones, avutardas, gallipatos, tritones, ranas, libélulas y un sinfín de plantas acuáticas… Todo en constante movimiento. Puede que otra vez la sensibilidad ecologista de la población europea haya salvado Doñana. Al menos hasta la siguiente batalla.