(Estas líneas están inspiradas en los Sueños “Casa de Locos de Amor”, de Francisco de Quevedo y Villegas)
Amor, murmullo que lisonjea a los oídos de los que por su ribera pasan. El amor, la dulzura y la amargura, fundidas en estrecho abrazo, confunden con bellos cantos, cual si de sirenas se tratara, a los amantes que se empapan del primero cuando quieren conseguir la respuesta favorable a sus deseos y, sin embargo, en múltiples ocasiones, la dulzura se transforma en amargura por las variadas vicisitudes que pasa su incombustible amor: celos, sospechas, incomprensiones, intolerancia...
Bello paraje es la vida, bellos los ríos cuyas cálidas aguas sustentan el amor, bello el sonido que impregna los sentidos de los enamorados. Una casa en el paraje, belleza griega incomparable, en cuyos capiteles, arquitrabes y frisos, mil triunfos de amor, en relieve, representan su misterio, cárcel de amor. En ella, los enamorados y enamoradas se agrupan en salas, según su condición. Las segundas en doncellas, casadas, viudas, monjas y solteras, por cuanto su relación con los amantes es diferente. Mientras que los primeros, todos juntos, por cuanto las acciones de cada uno depende de quién los mire e intente comprender su inclinación, su tema, su locura.
La portera de la casa, la Belleza, mujer de rara hermosura, de rostro celestial y hechizo de los hombres, y su cuerpo, bien proporcionado y adornado de ricas y costosas telas y joyas, tal al fin que convida al amor. Amor que se impregna de dos tipos de belleza: la una, física y corpórea; la otra, espiritual.
La primera puerta que un enamorado traspasa es el atractivo del cuerpo de la mujer deseada. Su mirada primera dibuja, como si de Dalí se tratara, la belleza de la amada. Sus sentidos se impregnan con estímulos que irradian del hermoso foco deseado. La belleza física es muy importante en el amor: es la primera nota de una larga sinfonía musical que acabará cuando el amado y la amada se fundan en un abrazo eterno. Esta belleza primera, perecedera, que el tiempo se encarga, aún quedando vestigios de ella, de ir acabando su existencia a lo largo de los años, ha sido y será adorada como a dioses celestiales.
La segunda, inmortal, se descubre con el paso del tiempo y se suele apreciar cual si fueran ricas joyas o costosísimas telas, y crece con los años. Se puede decir que es, contrariamente a la primera, imperecedera, que crece al tiempo que aquélla mengua. Su descubrimiento nos llena de paz y sosiego interior mientras que amamos a algo sustancial: las virtudes que adornan la belleza interior de la amada. Su valor es indescriptible porque quien valora estos dones es el amante que los cataloga como él prefiere.
La Belleza no está sola en esta cárcel de amor. La acompañan otros variopintos personajes no menos importantes en la labor de crear o hacer morir el amor: el loquero, los celos, cuya misión no es curar a los enfermos, como bien él dice, sino acrecentar el mal. No suele decir la verdad y es un gran inventor y mentiroso. Los amantes celosos desconfían de todo y de todos. Su mirada, recelosa, se dirige en todas direcciones para percibir, casi siempre sin razón, los motivos que le induzcan a inventar aquellas "cosas" con las que va a acusar a su amada. Los celos torturan incesantemente al que los padece. Enfermedad incurable en la que el pensamiento, la imaginación y la fantasía engendran de nuevo situaciones que los renuevan.
El tiempo, administrador de las rentas amorosas y apaciguador del fuego ardiente de los enamorados. A su paso, todo se vuelve tranquilo y sereno. El temperamento juvenil se convierte en apacible estancia amorosa. La lozanía, el vigor e ímpetu del joven amante se transforman con el tiempo en serenidad y quietud de longevo.
La memoria, renovadora de viejas llagas, actúa también unas veces en favor y otras en contra del amor. Si nos conduce por caminos en los que transitan recuerdos agradables será favorecedora, cuál Celestina, del amor. Si, por el contrario, nos lleva por derroteros ingratos, perturbará los sentimientos amorosos de los amados, conduciéndolos a escenas ingratas en el teatro del amor, como si de un Tenorio se tratara.
El entendimiento, encerrado en un aposento oscuro, calabozo de la razón. El amor cierra con numerosas llaves los mismos candados que impiden la libertad del raciocinio. El amor no entiende de nada, es capaz de traspasar las fronteras que la sociedad pone como trabas imponentes a los humanos. A la edad, la justifica; a la posición social, se la salta a la torera; al enfrentamiento, lo apacigua; a la lejanía, la aproxima; al racismo, lo confunde; a las religiones, las funde, y, en fin, recupera todo lo separable y lo reconvierte en algo único y adorable. Y cuando la razón es capaz de liberarse de su encierro sale a la luz con una venda en los ojos que le impide ver lo que acontece a su alrededor. Los únicos ojos con los que mira son los de su amante; los únicos oídos con los que oye, los de su amante; las únicas sensaciones que percibe, las de su amante. El amor hace perder la razón. Por ello, la sinrazón da libertad a algunos enamorados a través del pequeño postigo de la soledad.
Si me hallo preguntáis
en este dulce retiro
y es aquí donde me hallo
pues andaba allá perdido
Estos días me encuentro, como Quevedo, apartado en el dulce retiro de su señorío. En este retiro manchego, Quevedo escribió su obra Los Sueños, que son una serie de relatos cortos (El Sueño de las Calaveras, El alguacil endemoniado, las Zahurdas de Plutón, Casa de locos de amor, El mundo por de dentro y Visita de los chistes), describiendo una serie de viajes de ensueño al infierno donde se encuentra y conversa con un gran número de pecadores. Hay una gran semejanza entre los Sueños y la Divina Comedia de Dante en la visita del mundo infernal, aunque su diferencia se pone de manifiesto en su trato hacia las mujeres. Mientras que este último idealiza a su amada Beatriz al convertirla en guía angélica en su viaje al paraíso, Quevedo manifiesta su actitud obsesiva de misoginia e incluso transforma a la Muerte en una criatura estrambótica, mitad mujer joven, mitad mujer adulta.