Mañana hará 44 años que nos dejó Félix Rodríguez de la Fuente, el gran divulgador y defensor de la naturaleza. Nacido en Poza de la Sal, humilde pueblo de la provincia de Burgos, el cual no hace mucho visité, desde muy pequeño estuvo seguro de cuál era su devoción y supo emplearla como una potente arma para formar a su alrededor un enorme halo de popularidad sobre una sociedad que necesitaba un héroe, alguien que señalase el sendero abandonado que en ese momento tocaba seguir: el de la conservación de la naturaleza.

Su imagen de incansable luchador en pos de conservar paisajes maravillosos se ve reflejada en la suerte de continuar disfrutando en todo su esplendor de los numerosos y mágicos lugares palpitantes de vida que esconde nuestra península. Sus dotes para inocular con sorprendente destreza en la sociedad su amor hacia los seres vivos le permitió, de la manera más profunda, agitar las conciencias de toda una generación a la que le bastó una pequeña dosis de sus palabras para despertar de ese estupor que le impedía ver con claridad y empatía los problemas medioambientales de su tiempo. Así, dejó como legado sólido y patente un grupo activo de seguidores, al cual pertenezco, conscientes de la necesidad de proteger sus tesoros vivientes, que son los animales, las plantas, los lagos, los ríos y las cumbres escarpadas donde moran la majestuosa águila real, el imponente macho montés, el gran búho real o la escurridiza gineta.

Gran comunicador y profundo conocedor de los problemas medioambientales de su entorno, supo como nadie transmitirnos el simple, aunque a menudo olvidado, mensaje de cariño hacia la naturaleza, de valorar nuestro entorno más primitivo y con el que estamos conectados por el vínculo intrínseco y natural de la especie humana. Nos descubrió a toda una generación los secretos naturales más preciados de nuestros frondosos bosques, las hostiles cumbres montañosas o los melodiosos ríos de cuyas aguas depende la continuidad de la vida salvaje. Su obra resulta tan extensa que no puede reducirse a la serie “El Hombre y la Tierra”, la "Enciclopedia de la Fauna” o sus grabaciones radiofónicas, sino que aún perdura, pues en la actualidad podemos observar la trascendencia de algunos de sus ambiciosos proyectos, palpables en la supervivencia de especies tan emblemáticas como el lince ibérico o el oso pardo, o la continuidad de la cetrería como práctica deportiva en nuestro país.

Félix supo, ante todo, ocupar con absoluto compromiso el difícil cargo de guardián de la vida animal y embajador de la naturaleza; poseía las dotes necesarias para crear amistades, seguidores y, lo más importante, sucesores en la difícil labor de inculcar valores y sentimientos que, aun pareciendo alejados de la contundente información que a diario nos presentan, son, sin embargo, los más elementales instintos que férreamente lleva impreso el hombre en sus entrañas.

Y es que Félix fue un genio nacido en el momento oportuno para definir uno de los caminos más importantes para la sociedad, el de la ecología, allanándolo para los que venían detrás siguiendo sus huellas. Un coloso al que tuvimos la suerte de disfrutar durante un tiempo que siempre nos parecerá corto y del que debemos sentirnos orgullosos no solo por los fascinantes recuerdos que nos ha regalado, sino también por ser retoños de la misma tierra, una tierra que nos vio cambiar hacia una actitud a favor de que el juego de la vida se mantenga equilibrado entre el hombre y el resto de los animales.

La obra de Félix Rodríguez de la Fuente tuvo una fuerte influencia en mi vida. Recuerdo perfectamente que el sólo sonido de aquella música con la que se introducían los capítulos televisivos del “Hombre y la Tierra” me hacían dejar lo que tuviera entre manos para sentarme delante del televisor con la finalidad de no perder ni un ínfimo detalle de todas las imágenes y todas las palabras que me conducían al maravilloso mundo de la naturaleza ibérica. Como ya escribí en otra ocasión, cuando me planteo en soledad por qué me hice guarda, recorriendo mentalmente el camino que me ha conducido a esta profesión, invariablemente comienzo evocando la imagen de un gran sol rojo saliendo de detrás de una encina, sentado al lado de mi padre y mi abuelo, delante de la televisión. Esa imagen la tengo muy grabada en lo más profundo de mis recuerdos. Y esa imagen que evoca mi mente aparece indisociable con un fondo de música instrumental, que todavía me pone los pelos de punta.

Acompañados de aquella voz, vimos jugar a los lirones caretos dentro de troncos de árboles caídos; atendimos a la historia increíble del gran macho montés que, rendido de su última batalla, recordaba toda su vida mientras esperaba la inevitable muerte en fauces de los lobos; conocimos Doñana en sus cuatro estaciones del año; observamos los lances de los halcones peregrinos en las estepas castellanas; nos hicimos amigos de Taiga, el azor; aprendimos los secretos del bosque; lloramos la muerte de las camadas de lobos en manos de cazadores; admiramos los paisajes de Cazorla, el cañón del río Lobos, las Tablas de Daimiel o el refugio de rapaces de Montejo de la Sierra; descubrimos el sigilo del lince (príncipe del bosque), las aventuras del señor raposo, a los piratas de la espesura, la soberbia del Gran Duque, y a un sinfín de pobladores de los montes y campos de nuestra tierra. !Siempre estarás en nuestra memoria amigo!